La eventual llegada del progresismo al poder en Colombia ha sido planteada como un salto al vacío. Sin embargo, resulta indispensable deshacer la idea de que el caos se impondrá. La tesis es simple: el país lleva tanto tiempo (al menos un año) haciéndose a la idea de un triunfo de Gustavo Petro en la contienda electoral que, a diferencia de otros escenarios donde los líderes ganan contra todo pronóstico -como sucedió con Pedro Castillo en el Perú- y no tienen capacidad de adaptación, el escenario colombiano parece bien distinto. En este tiempo, la izquierda se ha moderado de todas las formas posibles, aclarando que respetará las pautas de la economía de mercado, las reglas para la inversión extranjera, y por supuesto la separación de poderes. Incluso ha insistido en la necesidad de recobrar el espíritu de la Constitución de 1991, amenazado de manera cada vez más patente por las administraciones de turno.
Desde 1998 Colombia ha votado a la derecha, con lo cual completará un largo ciclo de 24 años de gobiernos conservadores en materia económica y social, el mismo tiempo que Venezuela lleva gobernada por el chavismo.
El establecimiento colombiano vive tan alejado de la realidad ideológica del mundo que está convencido de que las diferencias entre Uribe y Santos fueron abismales, dándose el extravagante lujo de catalogar al segundo de comunista. Se ufana de una pluralidad ideológica que en la práctica apenas asoma. Al salto al vacío se le equipara con la idea de cambio, estrategia retórica para convencer que Colombia se convertiría en una filial del modelo venezolano calcando su régimen político y económico.
Paradójicamente, Petro ha sido franco crítico de Nicolás Maduro, no solo de su modelo extractivista – dependiente del petróleo- sino por la concentración de poderes en manos del ejecutivo. En la otra orilla, figuras clave del Centro Democrático jamás han ocultado su admiración por Donald Trump, comprobado enemigo del pluralismo, la libertad de prensa y la independencia de las ramas del poder, en una de las democracias más fuertes del mundo. El partido de gobierno, despojado de cualquier responsabilidad de Estado, participó activamente de la campaña por su reelección.
De otra parte, Colombia ha crecido económicamente de forma ininterrumpida desde los 2000, con la excepción de la pandemia e incluso el gobierno ha anunciado como una de sus gestas una tasa superior al 8%. Sin embargo, el coeficiente de Gini que mide la concentración sigue estancada en 0,523 que nos convierte en el segundo Estado más desigual de América Latina, la zona del mundo con mayores niveles de concentración en el planeta. Aquello muestra con crudeza el fracaso del modelo económico y la necesidad de un timonazo en política social.
Mientras nuestros políticos cacarean las bondades de la economía, casi 20 millones de personas son pobres y 6 millones viven en la miseria. Pero el desastre no para allí. El gobierno ha maltratado las instituciones, como pocas veces en la historia reciente. Estimuló la participación indebida en política de los militares, históricamente respetuosos del principio, puso al Ministerio Público y los órganos de control a su favor y ha esquivado el control político así como la rendición de cuentas. La política exterior como doctrina de Estado parece cosa del pasado y se vive un aislamiento que recuerda las épocas más oscuras del uribismo. En semejante momento, Iván Duque aseguró que, de poder, resultaría reelecto, aquello confirma que el gobierno sigue en el mismo estado de hace cuatro años atrás, negación.
Con ese panorama un cambio resulta inevitable y la actual administración ha hecho hasta lo imposible por acelerarlo. Nada parece en capacidad de impedir que Colombia gire al progresismo y se deshaga, de una vez por todas, el mito de que la izquierda es sinónimo de caos.
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