Con el triunfo en las urnas de Gustavo Petro, América Latina parece girar de nuevo a la izquierda, tal como sucedió a comienzos de los 2000. En ese entonces, la elección de Hugo Chavez en 1998 abrió el camino para que, posteriormente, fuesen llegando gobiernos como el de Luis Inacio Lula da Silva, Néstor Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa y Michelle Bachelet, entre otros. Como nunca en la historia, la izquierda gozó de una hegemonía que la llevó a varios proyectos de refundación interna como a la creación de espacios de concertación regional, esto último con la idea de estimular una nueva unidad latinoamericana en la que quedó en evidencia el desgaste de la Organización de Estados Americanos. En concreto, la propuesta lanzada por EE. UU. en los 90 de establecer un área de libre comercio para las Américas, refutada por una mayoría considerable. Ahora bien, en 2015 la crisis del modelo venezolano desprestigió a los gobiernos progresistas y la elección de Mauricio Macri en Argentina, seguida de la destitución de Dilma Rousseff en Brasil, pusieron fin al ciclo progresista.
A propósito de los resultados de varios procesos electorales en América Latina en estos años, muchos se preguntan si se está viviendo un escenario similar con la llegada de Andrés Manuel López Obrador, AMLO (México), Alberto Fernández (Argentina), Luis Arce (Bolivia), Xiomara Castro (Honduras), Gabriel Boric (Chile), Gustavo Petro y, probablemente, Lula, en Brasil. Sin embargo, este ciclo progresista dista de aquel de comienzos de siglo y no tiene muchos parecidos. Lo primero que los separa tiene que ver con Venezuela. Desde 2017, cuando Nicolás Maduro tomó la decisión de despojar de poderes a la Asamblea Nacional (congreso) y convocar a un cuerpo paralelo, la Asamblea Nacional Constituyente, la crisis no solo se agudizó, sino que dejó en evidencia un giro autoritario que ha obligado a los gobiernos de izquierda a tomar distancia. La postura de Fernández en Argentina apoyando decisiones de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU Michelle Bachelet condenando la situación venezolana es un ejemplo aleccionador. A esto se suma el reconocimiento expreso por parte de Petro y Boric de que, en Venezuela no existe una separación de poderes. Y, en el caso de México, aunque ha preferido no hablar sobre Venezuela -se debe recordar que es facilitador del proceso de negociación entre el gobierno y la oposición-, no se ha presentado un solo gesto de simpatía frente a Maduro. Se trata de una diferencia fundamental respecto del pasado cuando Caracas lideró los procesos de concertación regional.
En segundo lugar, este progresismo es menos radical ideológicamente y, en mucho casos, ha tenido que gobernar bajo la figura de coalición con fuerzas de centro o de la centroizquierda. Determinados gobiernos, incluso, han gestionado con una tecnocracia que incomodó a algunas bases de la izquierda. Tal fue el caso del exministro de economía argentino Martín Guzmán (acaba de renunciar) ortodoxo económicamente y enemigo de planes expansivos económicos. Tiene en su haber un acuerdo de renegociación de la deuda con el FMI que limita considerablemente la política social de los gobiernos venideros. Algo similar le cabe a Boric y a Petro quienes para imponerse en segunda vuelta, debieron concertar con el centro apoyos que se verán reflejados en una gestión mucho más moderada. En este nuevo progresismo también se destaca la relevancia del medio ambiente y la lucha a brazo partido contra el extractivismo (la tendencia a explotar los recursos del subsuelo, en especial hidrocarburos y minerales), idea que no estaba del todo presente 20 años atrás, cuando se privilegió la redistribución aprovechando en buena medida el incremento sostenido de los precios de los hidrocarburos.
Con esta moderación ideológica, aparece otra diferencia fundamental: estas nuevos progresismos no pretenden la refundación. La principal propuesta de gobierno de Chávez, Correa y Morales era el establecimiento de una nueva Constitución que los llevo a períodos de gobiernos extensos y a la introducción de reformas radicales. Ahora, ninguno promete transformaciones de semejante calado, y el proceso constituyente chileno, que aún no se define, ocurrió antes de la llegada de Boric al poder. Se puede decir que se trató de un cambio desde abajo empujado por movimientos sociales y por un estallido espontáneo pero no se trata en sentido estricto de un plan como el que marcó a estas izquierdas 20 años atrás.
Por último, han quedado atrás los discursos antiestadounidenses que, para el caso del chavismo, hicieron parte de su ADN. Esta vez, el pragmatismo marca la pauta y sin excepción pretenden buenas relaciones con Washington a quien ven como un potencial aliado en varios temas, o al menos, un vecino con el que se debe negociar lejos de la retórica incendiaria del pasado. Tal vez el caso más revelador sea el de AMLO, quien para sorpresa tuvo relaciones fluidas con Donald Trump y ha mantenido como prioridad el vínculo con Biden. Ningún progresismo ha tenido malas relaciones con Estados Unidos, incluso aquellos que lo criticaron por la ausencia de Nicaragua y Venezuela en la última cumbre de las Américas en Los Ángeles.
Este progresismo de matices, entendió la lección del pasado reciente y no buscará ninguna hegemonía regional, ni transformaciones que no sean producto de amplios consensos. Contrariamente a lo que se pensaba, revivió gracias a la autocrítica y bajo un discurso de moderación. Con esto parece enterrar definitivamente la etiqueta simplista del castrochavismo y de paso comprobar que los proyectos políticos autoritarios son una excepción.
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