La crisis en Sri Lanka tiene profundas raíces y constituye el fracaso por convertir a uno de los Estados más pobres del mundo en la primera economía orgánica. De igual forma, evidencia los riesgos de la dependencia extrema de los combustibles fósiles y las alertas desatendidas sobre un riesgo de inseguridad alimentaria en varios países del Sur Global.
Los problemas para Sri Lanka que terminaron en esta severa crisis, empezaron antes de la pandemia. En plena conmemoración de la Pascua en 2019, el Estado Islámico activó 9 bombas en la capital, Colombo, y en las ciudades de Negombo y Batticaloa todo con el fin de atacar hoteles de lujo y lugares de culto cristianos. El saldo fue de más de 250 personas asesinadas, en un ataque que se reivindicó como respuesta a los atentados islamófobos cometidos en Nueva Zelanda en marzo de ese año. La mayoría de la población es budista (70%), mientras que musulmanes y cristianos representan aproximadamente cada uno un 8% del total de habitantes. Aun así, las tensiones religiosas, como suele ocurrir en el Sudeste Asiático, se han exacerbado en el último tiempo y se han terminado por expresar en atentados como en Indonesia (2002) e India (2008) o incluso la persecución a grupos que ha llevado a la posibilidad de genocidio, como en Birmania. Sri Lanka terminó envuelta en la espiral de violencia del fundamentalismo islámico exacerbada por el apoyo ininterrumpido de Occidente y Arabia Saudí a grupos radicales sunnitas, creadores de esperpentos como el Estado Islámico y decenas de movimientos que han jurado lealtad a este o a Al Qaeda.
Tras los atentados de 2019, el turismo en Sri Lanka cayó en un 80% representando un 5% del PIB, y su drástica reducción explica en buena medida que se hubiese interumpido una fuente esencial de ingresos y de divisas. Tras 26 años de guerra, el turismo era una de las principales fuentes de empleo. En 2009, casi medio millón de turistas visitaban la isla y para 2017 ese número superaba los 2 millones. Como si esto fuera poco, un año después apareció la pandemia y terminó de paralizar la economía de la isla.
Obviamente, la gestión del presidente Gotayaba Rajapaksa tuvo una incidencia capital, en especial la idea de impulsar una agricultura orgánica con medidas radicales con la prohibición para importar fertilizantes químicos que afectó las cosechas de arroz y atrofió la producción haciendo disparar los precios de los alimentos. La reducción de exportaciones de alimentos, la caída catastrófica del turismo y la guerra, conspiraron para que el país agotara sus reservas internacionales comprando combustible, alimentos y medicinas hasta quedar en bancarrota.
A comienzos de junio, la FAO y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Naciones Unidas habían advertido sobre la situación dramática de hambre en el mundo provocada por el calentamiento global, la crisis económica por la pandemia, y la subida de precios de alimentos y combustibles como consecuencia de la guerra en Ucrania. En el mismo instante en que Sri Lanka se hunde y se han pedido urgentemente 47 millones de dólares para paliar la crisis desde comienzos de junio, Estados Unidos anuncia recursos a Ucrania para la compra de lanzacohetes Himars por 400 millones de dólares y la Unión Europea una ayuda suplementaria de 2 mil millones de euros, buena parte para mantener la guerra, una de las causantes de la crisis alimentaria en el mundo.
Nada exime de responsabilidad a las autoridades de Sri Lanka, ni al clan que durante 20 años lleva gobernando el país. Sin embargo, pretender que la crisis es simplemente la consecuencia de una precipitada «revolución orgánica» es negar la forma como la guerra en Ucrania ha retrasado la transición energética, y los efectos que ha tenido sobre la seguridad alimentaria en el Sur Global. Las alertas lanzadas por la FAO y el PMA han sido desoídas y desde comienzos de junio, han advertido sobre casos como Indonesia, Pakistán, Perú y Sri Lanka que serían tan solo «la punta del iceberg». Por eso, tristemente el caso srilankés no es ni único, ni aislado y seguirán repitiéndose estas crisis hasta que se aborde la seguridad alimentaria como un tema sin compás de espera.
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