La candidatura de Iván Duque tenía una propósito claro en cuanto a las relaciones exteriores, que quedó manifiesto en la idea de empujar una transición en Venezuela abandonado cualquier «hipocresía» con Nicolás Maduro. Esto implicó un cierre de todo vínculo diplomático con Caracas, la cual a partir de 2018 fue denominada oficialmente como «régimen venezolano». En estos cuatro años de Duque, Colombia se la jugó por esa estrategia acuñada como «cerco diplomático» para imponerse como líder regional en una transición política y económica en el vecino país. Sin embargo, en estos años la cercanía de la actual administración con figuras de la oposición venezolana fue patente y terminó condicionando para mal la postura asumida frente a un oficialismo que se subestimó.
Vale recordar que quien empezó con la política de asilamiento de Venezuela fue Juan Manuel Santos. Durante la posesión del expresidente peruano Pedro Pablo Kuczynski, en julio de 2016, varios gobiernos conservadores entre los que se encontraban Mauricio Macri y Enrique Peña Nieto, consideraron que había que presionar más a Caracas para lograr un cambio político. De allí surgió la idea que, un año más tarde tomaría la forma del Grupo de Lima. En abril de 2017 ante la decisión de Maduro de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, Santos ordenó el retorno de su embajador Ricardo Lozano y, desde entonces, se suspendió la relación en el nivel de embajadas. Sin embargo, Santos y María Ángela Holguín tomaron la decisión de mantener una veintena de consulados en territorio venezolano, pensando en los derechos de los casi dos millones de colombianos que allí residen.
La llegada de Duque supuso una radicalización de la postura y se procedió al cierre de consulados descartando cualquier diálogo con el denominado «régimen». En febrero de 2019, Colombia pasó a la acción con el envío de ayuda humanitaria a Venezuela que fue rechaza por ese país y para lo cual pidió apoyo del Comité Internacional de la Cruz Roja que rechazó cualquier involucramiento en una operación que, a todas luces, contradecía el espíritu neutral de los temas humanitarios. Duque apostaba por una politización del tema humanitario para debilitar a Maduro y crear las condiciones para un levantamiento en Venezuela, para lo cual la figura de Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional (equivalente a Congreso) era clave, pues debía liderar la transición luego de la tan anunciada caída de Nicolás Maduro. Sin embargo, ni el concierto en la zona de frontera para llevar a la fuerza ayuda humanitaria, ni el amago de levantamiento militar que terminó en la fuga de Leopoldo López, lograron el objetivo de cambiar a la fuerza el orden venezolano. El apoyo inicialmente entusiasta de Donald Trump empezó a resquebrajarse a medida que se colaban informaciones sobre la forma como las autoridades colombianas subestimaron las capacidades de Maduro y el Departamento de Estado fue arrastrado hacia una estrategia que terminó en un fracaso no reconocido por el actual gobierno.
Colombia se fue quedando sola a medida que han salido los gobiernos conservadores de Macri, Peña Nieto, Jeanine Áñez, Sebastián Piñera y un Jair Bolsonaro, desentendida de los temas regionales. El momento más crítico ocurrió por cuenta del reconocimiento de Joe Biden de la necesidad de flexibilizar las sanciones a Venezuela, bajo la condición de avances en la negociación con la oposición en México. Esto fue la confirmación de un fracaso que, obtusamente las autoridades colombianas se negaban a reconocer por la influencia desmedida de la oposición radical venezolana.
En estos cuatro años, se trasladó el discurso de polarización interna al plano diplomático y por cuenta de la posición del Centro Democrático, Colombia terminó maltratando a Cuba como no ocurría desde el gobierno de Julio César Turbay Ayala, menospreciando a Nicaragua a expensas de la población que habita la zona en disputa, y de forma inédita, interviniendo en las elecciones de Ecuador y EE. UU. En el primero, ocurrió un insólito viaje del Fiscal General para apoyar una improvisada acusación contra el candidato progresista Andrés Arauz y en el segundo, el lamentable apoyo del partido de gobierno a la reelección de Trump, haciendo mella en el vínculo tras la llegada de Joe Biden. A esto se suman el desfile de declaraciones de funcionarios en varias direcciones. El entonces alto comisionado de paz Miguel Ceballos celebrando las sanciones de EE. UU. a Cuba, el ministro de defensa Diego Molano graduado a Irán de enemiga y, la más grave de todas y que jamás fue rectificada: el embajador ante la OEA, Alejandro Ordoñez, calificando a la migración venezolana como instrumento de «irradiación del socialismo».
Finalmente, el decreto 1185 de 2021 (artículo 15 numerales 12-15) le otorgó responsabilidades y funciones a la jefatura de gabinete sobre la política exterior, despojando a la ministra de relaciones exteriores de funciones. Dejó en manos de una funcionaria que según la Constitución no tiene esa competencia el manejo de los temas internacionales. Esto supuso una desinstitucionalización de la diplomacia que se sumó a los malos nombramientos, primero de Claudia Blum y luego de Marta Lucia Ramírez. Estos cuatro años, con el fracaso del cerco diplomado abordo, muestran los riesgos que supone para Colombia asumir la política exterior como propiedad del gobierno de turno y se debe recordar que, se trata de una política donde deben prevalecer los intereses del Estado.
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