La designación de Leonor Zalabata como embajadora de Colombia ante las Naciones Unidas significa un cambio fundamental en la política exterior colombiana. Por primera vez, llegará a la institución multilateral una mujer indígena con una comprobada trayectoria en la defensa de los derechos humanos y el medio ambiente. Este liderazgo en el seno de la comunidad arhuaca la llevó a negociar en varias oportunidades con grupos armados que hacían presencia en la Sierra Nevada de Santa Marta, a dirigir la Confederación Indígena Tayrona y ser Comisionada de Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas. El nombramiento causó sorpresa e incluso despertó infundadas críticas pues públicamente Zalabata reconoció no hablar inglés.

Sin embargo, se debe entender que la designación cumple con al menos tres criterios válidos que no aseguran que su desempeño vaya a ser exitoso, pero sugieren un nombramiento coherente que, seguramente, abrirá el camino para que otros liderazgos lleguen a este tipo de cargos y se deshagan determinados prejuicios.

Primero, se trata de entender que Colombia es un país que se reivindica como pluriétnico y multicultural, tal como reza la Constitución, y de llevar ese ideal a la práctica y que no sea una mera declaración de principios. Segundo, hay una mensaje claro respecto del sistema de Naciones Unidas : Colombia busca una reconciliación luego de cuatro años de controversias y de privilegiar la soberanía nacional a expensas de los derechos humanos. El gobierno ha sido reacio a cualquier colaboración con el sistema de agencias de Naciones Unidas sobre derechos humanos y llegó la hora de sanear ese vínculo. Y tercero, la administración entrante apuesta por liderazgos genuinos desde la periferia invisibilizada, lo cual es valioso en la política exterior donde el centralismo ha impedido la emergencia de otras voces, en particular de regiones que, desde las élites urbanas se ven con desprecio y desconfianza.

El nombramiento de Zalabata no implicará que Colombia sea finalmente una sociedad post-racial, pues superar el racismo estructural requiere de un cambio cultural y generacional que deberá ocurrir paulatinamente. No obstante, este tipo de designaciones implican observar de manera distinta a grupos que se observan con condescendencia y sobre los cuales se cree que solo pueden ocupar determinados cargos. El prejuicio apunta a que los afros e indígenas solamente puedan desempeñarse en cultura, como reflejo de un doble prejuicio: sobre la cultura presumida como exotismo y respecto de la población racializada sobre la cual se cree que no puede ocupar carteras como defensa, justicia o relaciones exteriores.

Los políticos e influenciadores de una anticipada oposición terminaron haciendo énfasis en que Zalabata no hablaba inglés por una indagación abiertamente racista de una periodista -con comprobados antecedentes en ese sentido-, en lugar de subrayar que sería la primera embajadora ante Naciones Unidas que habla arhuaco. En 1991, el Estado colombiano hizo una promesa de inclusión que no bastó con la presencia de Lorenzo Muelas y Francisco Rojas Birry como constituyentes. En estos 30 años, los gobiernos fallaron en el nombramiento de personas que fuesen verdaderamente representativas de una realidad diversa, sobre todo, de la enorme periferia excluida por la lógica del centralismo. Esto no debe suponer condescendencia, pues a Zalabata como a cualquier embajadora se le debe hacer control político sobre su gestión.

Hace cuatro años, se denunció la llegada de Alejandro Ordoñez a la OEA por razones de fondo, no por las nimiedades a las que se alude para criticar a Zalabata. Ordoñez había sido enérgico crítico y displicente respecto del sistema de derechos humanos hemisférica, en particular de la Comisión Interamericana de DDHH. Nadie recurrió a los rebuscados argumentos que abundan para descalificar a Zalabata, como el del inglés, inaceptable por la relevancia que hoy por hoy Naciones Unidas otorga a la multiculturalidad.  Por eso, su nombramiento nos acerca a la idea de cerrar un pasivo histórico que buena parte de la dirigencia colombiana se niega a reconocer, enceguecido por una racismo estructural que revictimiza. Eduardo Galeano para referirse «a los nadies» decía «Los nadies los hijos de nadie, los dueños de nada. […] que no hablan idiomas, sino dialectos; que no hacen arte sino artesanía; que no practican cultura, sino folklore, que no son seres humanos, sino recursos humanos.[…]. Llegó la hora de que esos nadies puedan gobernar, gestionar y representar.

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