La historia de la OEA respecto de los derechos humanos y la defensa de la democracia está plagada de ambigüedades y contradicciones. Ahora bien, en las últimas décadas había logrado defender con acierto la democracia. En eso tuvo mucho que ver la aprobación en 2001 de la Carta Democrática Interamericana que reemplazó otros mecanismos como la Resolución 1080 o el Protocolo de Washington que en el pasado buscaban sancionar a Estados donde se viven interrupciones al orden constitucional.
La OEA tuvo un papel clave para el restablecimiento de la democracia en Honduras tras el golpe de Estado a Manuel Zelaya en 2009. No obstante, siempre se le recriminó que justo cuando se estaba estrenando dicha Carta, en abril de 2002, Hugo Chávez fuese depuesto y el presidente interino, Pedro Carmona derogase la Constitución de 1999, sin reacción por parte del organismo. Valga decir, Colombia y Estados Unidos tuvieron que ver en ello.
El problema actual no tiene tanto que ver con el consenso entre los Estados, una situación propia de la institucionalidad internacional, sino de su secretario general Luis Almagro quien ha convertido la agenda hemisférica en la de sus intereses ideológicos. El actual secretario se hizo relegir en 2020 (su mandato se extenderá hasta 2025) muy a pesar del evidente desgaste de su legitimidad. La terquedad de los gobiernos de la derecha latinoamericana impidió la renovación y que, por primera vez una mujer, la ecuatoriana María Fernanda Espinosa llegara al cargo. Espinosa, de amplio recorrido en temas de diplomacia y defensa, tenía todos los méritos, pero fue descartada por el sectarismo de varios gobiernos de la zona.
Almagro se ha centrado en criticar y demandar condenas por las evidentes violaciones a los derechos humanos en Nicaragua y Venezuela. Sin embargo, extraña la poca actividad y los injustificables silencios o pálidas alusiones a la calma en situaciones de graves violaciones en Haití desde 2015 por parte del asesinado Jovenel Moïse, quien lideró un viraje autoritario que incluyó destitución de jueces y cierre del Congreso. De igual forma, causó desconcierto la falta de solidaridad con las víctimas de la represión por los abusos de la fuerza pública en Bolivia, Chile, Colombia y Ecuador mientras estaban gobernados por conservadores. En el primero, sucedieron las masacres de Sacaba y Senkata tras la llegada de Jeanine Áñez, responsable de graves violaciones a los derechos humanos y quien siempre contó con el respaldo no solo de Almagro sino de sus pares Iván Duque, Sebastián Piñera y Lenín Moreno. Con una mano se condenaba justificadamente la represión en Managua y con otra se apoyaba a quienes abusaban de la fuerza con el pretexto de mantener el orden público.
Nadie puede justificar el arresto y privación de la libertad de opositores de conciencia, pues se trata de una práctica condenable que no merece ninguna contemplación. Solo se trata de abrir el debate para preguntarnos ¿por qué el secretario general de la OEA en nombre de 35 Estados puede condenar a Hamas sin haber tenido nunca la iniciativa de solidarizarse con el pueblo palestino víctima del apartheid?, ¿Puede seguir ejerciendo como secretario general quien ha descartado el diálogo en Venezuela y solo apuesta por salidas a la fuerza?, ¿Cómo justifica la OEA los silencios frente a las graves violaciones a los derechos humanos en varios gobiernos ocurridos durante las protestas de los últimos años?
La presión regional es clave en la promoción de los derechos humanos y la democracia, pero estos deben defenderse sin distingo. Basta asomarse a la historia latinoamericana donde selectivamente se ha hablado de democracia y derechos humanos, para saber el precio que se paga por ideologizar su defensa. Ojalá esto sirva para revivir el debate entre las doctrinas Estrada (no injerencia) y Betancourt (defensa de los DD. HH. en todos los contextos) y salir de los lugares comunes y la doble moral.
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