En el fútbol muchas cosas han cambiado. En el pasado, los Estados se disputaban la realización de los mundiales, evento al que con justa causa veían como una oportunidad para generar atracción, estimular el turismo y las inversiones y ganar prestigio. Sin embargo, esto se ha transformado en el último tiempo, pues quedan al descubierto contradicciones por la desproporción a la hora de invertir, y lo que se supone es un evento deportivo, termina utilizándose como cortina de humo en la que Estados imponen una imagen a expensas del deporte.
El mundial de Qatar, sobre el que existen fundadas dudas sobre la designación de esa sede -entre las que abundan acusaciones por sobornos y se suman las denuncias sobre explotación laboral y graves violaciones a los derechos humanos-, confirma una evolución en la que el fútbol pasó de atraer a convertirse en espacio donde se exponen contradicciones que generan una justificada indignación.
Qatar está construido sobre una amplia base migratoria que sobrepasa a los nacionales. El sistema de empleo para migrantes, denominado kafala, existente en otras zonas del Medio Oriente y consiste en un empleador que es casi dueño del trabajador al que impone condiciones disponiendo de facultades como la solicitud de cancelación del permiso de residencia, con lo cual en cualquier momento puede quedar en condición irregular. El trabajador tampoco tiene derecho a cambiar de empleo.
El diario británico The Guardian denunció en 2021 que habrían muerto unos 6.500 trabajadores provenientes de Estados con grandes carencias sociales como Bangladesh, India, Nepal, Pakistán y Sri Lanka. Lo más grave es que no existe claridad respecto a estas muertes y la FIFA, en varias ocasiones, ha tratado de restarle importancia para no empañar el evento deportivo. Esto demuestra la enorme dificultad que hoy enfrentan los Estados para evadir su responsabilidad por estas graves omisiones o violaciones.
Basta recordar el Mundial de 1978 en Argentina, punto de inflexión en la historia del deporte y los derechos humanos. A metros del estadio Monumental donde se jugaban los partidos, se torturaba a inocentes en las Escuela de Mecánica de la Armada. Con el paso del tiempo, han emergido las historias de futbolistas que reconocían plena consciencia sobre lo que allí sucedía y el remordimiento que supone su silencio frente al dolor de las madres y abuelas que indagaban por sus allegados secuestrados bajo el esquema de vigilancia total.
De forma más reciente, en Brasil, en la Copa Confederaciones de 2013, antesala al Mundial, las protestas fueron común denominador y se temió que se extendieran y terminaran por empañar la Copa Mundo, que terminó desarrollándose con menos manifestaciones sociales de las previstas. De todos modos, la polémica por las construcciones de estadios faraónicos en regiones deprimidas, cuyo uso se agotaba en el Mundial, dejó al descubierto la ausencia de proporcionalidad en las prioridades sociales en uno de los Estados mas desiguales del mundo. Ahora con Qatar la polémica revive con más fuerza.
En un gesto inédito la FIFA decidió suspender a Rusia de la cita deportiva para protestar contra la guerra en Ucrania. Sin embargo, no hay forma de explicar que jamás se hubiese pensado en aplicar sanciones similares a otros Estados violadores de derechos humanos. Para la muestra, Arabia Saudí que jugará, a pesar del aumento de las ejecuciones y la persecución, aprovechando la necesidad energética de Occidente que le permite liberarse de la presión en torno de los DD. HH. El 26 de noviembre a las 8 am (hora colombiana) Arabia Saudi jugará contra Polonia, uno de los gestores de sanciones contra Rusia, sin asomo de boicot, crítica o siquiera reclamo.
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