La muerte de la reina Isabel II confirma la desaparición de los líderes del siglo XX. Hace poco había sido Mijaíl Gorbachov quien, a diferencia de la monarca, murió sin grandes ceremonias y paradójicamente más recordado en Occidente que en la propia Rusia, donde no existe un consenso acerca de su «legado». En contraste, Isabel sigue siendo despedida en medio de pomposo homenajes que significan el cierre de una época.
Su autoridad estuvo basada en que fue testigo y lideró el Reino en la posguerra en momentos tan críticos como determinantes, tales como la descolonización que dejó profunda mella en el prestigio (y desprestigio) británico en el mundo, la Guerra Fría incluido el ingreso a la Comunidad Económica Europea en 1973 con bastantes restricciones, y por supuesto la Globalización. En esta última etapa la política se desprestigiaba aceleradamente por la mala e impopular labor de premieres como Margaret Thatcher y su guerra a brazo partido contra sindicatos y conquistas sociales, el apoyo polémico de Tony Blair a la guerra en Medio Oriente y su subsecuente responsabilidad en el desastre iraquí y la salida aparatosa de la Unión Europea en la torpe gestión de Boris Johnson. Sin embargo, mientras eso sucedía, la Reina mantenía la dignidad del establecimiento aunque su papel fuese cada vez mas intrascendente. Aún así vale la pena rescatar que, mientras la política se degradaba la Reina mantenía para muchos la dignidad de lo que otrora fue un Imperio.
En buena medida en eso basó su autoridad simbólica y cada vez menos real e incidente. Por eso será difícil mantener la legitimidad de la monarquía, una institución que parece cada vez más anacrónica y a la que con ocasión de la muerte de la Reina le reviven polémicas, en especial aquellas por la responsabilidad británica en los procesos de colonización. Isabel II se fue sin pedir perdón a los palestinos a pesar de los pedidos de las Autoridad Nacional Palestina por el rol que Londres desempeñó en la Declaración Balfour de 1917 en la que le prometió el otorgamiento de tierras palestinas para el establecimiento de un «hogar nacional judío». Muchos ven en esa fecha el origen de la guerra. Tampoco se reconoció la responsabilidad en la muerte de 2 millones de indios por la hambruna de Bengala de 1943 en la que murieron entre 1,5 y 3 millones de personas. La colonización como crimen contra la humanidad, como la definió hace poco Emanuel Macron, parece estar de nuevo en el centro de las revisiones históricas.
Hacia el futuro será difícil para Carlos III llenar el espacio, pues no posee ni el carisma ni la autoridad de la Reina. A esto se suman las nuevas generaciones que ven en la institución, un anacronismo difícilmente compatible con la democracia y son cada vez más críticos de un poder que se siente al abrigo de la justicia. Basta mencionar la acusación contra el Duque de York por abuso sexual y en la que su poder habría incidido para evadir a la justicia. Así, empieza una nueva era que seguramente terminará por condenar a la intrascendencia y porqué no a la lejana desaparición de una institución cada vez más difícil de justificar.
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