El año nuevo en Brasil coincide con el retorno del progresismo en cabeza de Luis Inacio Lula da Silva quien fuera presidente entre 2003 y 2011. Su gobierno fue uno de los más exitosos entre aquellos de la nueva izquierda, corriente que apareció en varios Estados de la zona a comienzos de siglo y cambió la historia de los ciclos ideológicos en América Latina y el Caribe.

En sus ocho años, 30 millones de personas superaron la pobreza (de un total de 214 millones), entregó un país con una tasa de desempleo inferior a la de Alemania y Estados Unidos, y lo más importante de su legado: consiguió que 93 % de los menores y 82 % de adultos tuvieran acceso a tres comidas diarias. Esto último le valió el reconocimiento mundial y ser condecorado por la FAO y el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas como “campeón global del combate contra la pobreza y el hambre”. Lula entregó el poder con una popularidad cercana al 80 %, aceptación que ningún presidente en la era democrática brasileña ha conseguido (desde 1985). 

Ahora bien, este nuevo mandato, tercero no consecutivo, será muy distinto como el mismo líder del Partido de los Trabajadores lo ha reconocido. En 2003 Lula recibió el poder de parte de Fernando Henrique Cardoso con quien ha sostenido varias controversias, pero preservando una relación cordial e incluso en medio de diferencias ideológicas, se mantuvieron mínimos en relación a la economía de mercado, la garantía para las inversiones y en política exterior. Esto último para que Brasil se ganara un lugar como vocero del hoy denominado Sur Global. Esta vez, el traslado de poder accidentado, por la salida abrupta de Jair Bolsonaro, se hace desde polos opuestos con un antecesor que lo ha descalificado llamándolo el “mayor ladrón de la historia” del Brasil y sin reconocer su triunfo en las urnas.

Lula recibe un país fragmentado y polarizado, con un sector representativo que desconfía de las políticas de redistribución y ve con temor, tal como lo advirtiera incansablemente Bolsonaro, un giro en materia de política económica que convierta al país en una segunda Venezuela. Esta es otra de las diferencias fundamentales respecto del pasado. La crisis venezolana ha desacreditado a la izquierda y ha provocado temores respecto a la arbitrariedad para tomar decisiones que puedan afectar las libertades económicas e incluso el modelo de economía de mercado.

Tal como sucedió en Colombia con Gustavo Petro, Lula se presentó a tres comicios (1989, 1994 y 1998) y nunca pudo ganar en buena medida por los temores que despertaba un gobierno de un obrero que no hacia parte del establecimiento y que podía, en nombre de la justicia social poner en jaque el sistema económico. Sin embargo, tras gobernar, Lula consiguió, no solo la aprobación de los sectores excluidos sino también de los empresarios que se sintieron ganadores pues no asomaron vestigios de nacionalismo económico, expropiaciones o señales hostiles hacia la inversión extranjera.

Hoy en día, Brasil parece mucho más difícil de gobernar y Lula deberá enfrentar a un Congreso con mayoría bolsonarista del Partido Liberal que seguramente no va a actuar como bloque, como ha ocurrido en el último tiempo, pero será capaz de obligar al presidente a concesiones para la aprobación de programas sociales como los que ha prometido revivir. Se enfrenta a una sociedad cuya buena parte lo considera corrupto y en esto habrá tenido incidencia la forma como se desarrolló la campaña a la presidencia. Desde 2018 la derecha brasileña se ha encargado de perpetuar la asociación entre da Silva y la corrupción por Odebrecht de la que fue absuelto. Pero como suele ocurrir en estos casos, termina quedando la sensación de culpabilidad entre la gente.

No será fácil rescatar los niveles de aceptación que tuvo a comienzos de siglo. Basta observar la poca popularidad de otros gobiernos progres en la región, en particular el de Alberto Fernández o Gabriel Boric, quienes al igual que el brasileño llegaron con enormes expectativas pero que se fueron desinflando rápidamente. La paciencia del electorado es cada vez más estrecha en una América Latina duramente castigada por dos años de pandemia y que aún no encuentra el rumbo económico, en buena medida por las difíciles condiciones internacionales de la economía.

Nada le será fácil a Lula quien gobernará en coalición con Geraldo Ackmin, su vicepresidente y quien proviene de las filas del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) fundado por Cardoso y más recientemente se ubica en el Partido Socialista Brasileño (PSB). Se trata de una figura cercana a los empresarios y al centro económico y financiero de San Pablo y está llamado a liderar la tecnocracia dentro del gabinete.

El gran reto consiste en hallar un equilibrio entre políticas macro responsables alejadas de la demagogia, al tiempo que se desarrollan programas de redistribución. El nombramiento de Fernando Haddad como ministro de hacienda es una señal clara. Candidato a la elección en 2018 hace parte del círculo más cercano al presidente y se considera como una figura de sensibilidad progresista y ambiental. Haddad acompañó a Lula en la maratónica gira en Egipto para la COP 27, la cumbre mundial más relevante sobre medio ambiente. La meta de Lula es tan ambiciosa como urgente, paliar el hambre de 30 millones de brasileños y permitir que 100 millones abandonen la condición de pobreza.

El líder ha prometido un Estado mucho más activo en la economía con transferencias focalizadas a familias de bajos recursos para niños menores de 6 años, un aumento del salario mínimo que le permita a quienes ganan menos tener mayores posibilidades de ingresos y una transición ecológica o energética que contrasta con lo gestionado por su antecesor. Bolsonaro desprotegió la selva amazónica con un discurso en el que apelaba a la soberanía y que terminó en la pérdida de más de 840 mil hectáreas. 

En política exterior se espera que pueda reactivar los espacios que, desde hace varios años se han ralentizado como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) de la que Bolsonaro se retiró e incluso que promueva el resurgimiento de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). El impulso de Brasil es indispensable mas no suficiente, por lo que será clave la postura de Argentina (que tiene elecciones el año que viene), Bolivia, Chile, Colombia y México, países interesados en ese proceso pero que hasta ahora no han tenido la fuerza suficiente para relanzar el diálogo político regional.

El retorno de Lula tan esperado abre un nuevo capítulo para este progresismo que dejó de comportarse como bloque y ha hecho prueba de una moderación y un pragmatismo para adaptarse a un entorno menos favorable. Este tercer mandato de Lula marcará la pauta y será definitivo para el futuro de la izquierda latinoamericana.

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