El fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que declara al Estado colombiano como responsable del exterminio de la Unión Patriótica (UP) confirma la tesis de que se trató de un conjunto de acciones deliberadas desde el establecimiento, y no como «ruedas sueltas» que no comprometen la voluntad estatal. La decisión histórica deshace la tesis forzada de las «manzanas podridas» que se evoca con cada violación grave a los derechos humanos. ¿Por qué es tan importante esta decisión y qué significado tiene hacia futuro?

El pronunciamiento de la CorteIDH es tan relevante como lo fue a mediados de los 90, la aceptación por primera vez en la historia por parte del Estado colombiano de su responsabilidad en una Masacre, Trujillo (Trujillo, Riofrío y Bolívar), ocurrida a finales de los 80 y comienzos de la década siguiente a manos de paramilitares y los carteles del Valle con la aquiescencia de las autoridades colombianas. Por recomendación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (no confundir con Corte pues esta última, al ser un tribunal, administra justicia) el Estado se encargó de las reparaciones a las familias de la víctimas, pidió públicamente perdón e instaló la primera comisión de la verdad de nuestra historia. Aunque varios gobiernos han insistido en los pedidos de perdón, las víctimas se quejan de que siguen esperando las reparaciones y el número de personas reconocidas como víctimas sigue aumentando con el paso del tiempo. Lentamente se va reconstruyendo la historia de responsabilidades y de reparaciones, como seguramente ocurrida a partir de ahora con la Unión Patriótica.

Esta vez, la Corte reconoció que el Estado había participado de la violencia sistemática contra militantes de la UP, partido surgido de los esfuerzos de paz entre la guerrilla de las FARC y el gobierno de Belisario Betancur. El asesinato selectivo de al menos 6000 personas confirma que la izquierda no ha gozado de garantías, no solo para la participación política, sino para su sola existencia. Además de ordenar compensaciones económicas para las víctimas a las que infringieron daños irreparables, se conmina a todo un trabajo para no claudicar en la búsqueda de desparecidos y se siga reivindicando el buen nombre de militantes y del conjunto de la UP. El Estado deberá honrar la memoria de esas víctimas con una día conmemorativo. Valga recordar que por una sentencia proferida por la CorteIDH en 2010, el presidente de ese entonces Álvaro Uribe pidió perdón por el homicidio del senador Manuel Cepeda Vargas -ocurrido a mediados de 1994- en términos ambiguos que desnudaron la poca sinceridad de la declaración impulsada solamente por la obligatoriedad del fallo, mas no por una contrición genuina. En el gobierno pasado algo similar ocurrió cuando la justicia obligó a pedir perdón por el uso excesivo de la fuerza en las protestas que derivaron en decenas de muertos. Un amargo y acartonado perdón por parte del ministro de defensa Carlos Holmes Trujillo (q.e.p.d) confirmó que tales muestras despojadas de sinceridad aportan poco a la reconciliación.

El gran reto es que la narrativa sobre la UP como víctima de un genocidio político no puede limitarse al progresismo y a sectores afines políticamente. La derecha, hoy opositora, está en mora de un gesto que compruebe que, aún desde otra orilla ideológica, preserva ciertas reservas de grandeza,  virtud necesaria para la reconciliación.

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