El metro de Bogotá es una prioridad que no da espera. La controversia reciente por la idea del gobierno nacional de que el metro elevado es poco riguroso y haría más difícil en el futuro su extensión, versus el adelanto en las obras que anunció la alcaldesa, ha provocado preocupación entre la ciudadanía que teme que la oportunidad de un sistema masivo de transporte se pueda dilatar, una vez más. En medio de la controversia, surgió la propuesta por parte de Diego Molano, candidato a la alcaldía de Bogotá, y el concejal Óscar Ramírez Vahos -por aparte- de adelantar una consulta popular para que sea directamente la ciudadanía quien decida sobre el futuro del metro. Aunque parezca una salida efectiva y legítima, no es viable y obedece más bien a una riesgosa lógica de demagogia.

Un antecedente que vale la pena revisar es el de la adopción del «día sin carro» al que se llegó precisamente a través de una consulta de ese tipo en octubre de 2000. En febrero de ese año, Enrique Peñalosa había decretado el primer día sin carro que había despertado algo de resistencia entre quienes lo veían como una imposición y una manifestación de improvisación que restringía derechos de locomoción. El entonces concejal Armando Benedetti aseguró que la medida era una atropello y que no respetaría la restricción. Bruno Díaz también concejal, convocó a una marcha en contra de la medida y Fenalco la sentenció como el «día de la no venta para los comerciantes», como recuerda el diario El Espectador en un especial de 2015 dedicado al aniversario de la medida.

Peñalosa, con apoyo del concejo optó por recurrir a la consulta popular para indagar directamente entre la ciudadanía acerca de la viabilidad de la medida. Se trataba de una decisión que no revestía necesariamente de detalles técnicos, sino de crear consciencia sobre la necesidad de tener una ciudad más sostenible. Desde mediados de los 70, con el establecimiento de la ciclovía, Bogotá ha contado con una cultura ciudadana de circulación en bicicleta.

Este antecedente en nada es asimilable a la discusión sobre el metro. Primero, porque el nivel de tecnicidad de la discusión hace muy difícil informar apropiadamente a la ciudadanía acerca de la viabilidad del metro subterráneo o elevado. Si bien la deliberación ciudadana es clave para algunas decisiones, en este caso se requiere que los políticos y representantes de la ciudadanía en el Concejo, como en el gobierno nacional y distrital, pongan en su conocimiento los pros y contras de cada alternativa de acuerdo al peritaje y no a cálculos políticos. Segundo, la propuesta envía la peligrosa señal de que ante los desacuerdos entre autoridades, la mejor forma de agilizar las decisiones es el recurso al constituyente primario. Se trata de una atajo riesgoso que en otros lugares de América Latina ha demostrado ser nocivo para la democracia y el Estado de derecho. Plebiscitar este tipo de decisiones no las democratiza, sino que crea la ilusión de que todo se puede legitimar en las urnas. Y tercero, las preguntas que propone al concejal Ramírez Vahos son claramente tendenciosas y apuntan a que la gente vote por mantener el metro elevado y una reducción de tarifas en el transporte masivo sin especificar de qué forma serán viables y sostenibles.

No se trata de evitar los mecanismos de democracia participativa inscritos dentro de la Constitución del 91, sino, precisamente, de entender sus alcances reales. En el pasado reciente y para evitar los filtros de la deliberación y los controles, se ha propuesto restringir derechos de parejas del mismo sexo, disolver las Cortes e imponer un nuevo sistema y la introducción de la figura de la revocatoria para el presidente. En lugar de suponer una democratización, estas medidas simplifican en extremo el debate y dejan la sensación de que la democracia es equiparable a la tiranía de la mayoría.

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