Este 11 de septiembre fue distinto para Chile, y en general para América Latina, por la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado contra Salvador Allende. Al completarse medio siglo, la perspectiva histórica debería permitir una lectura serena de los hechos, que llevaron a la muerte trágica del primer presidente marxista en ganar una elección en la zona y abrieron el capítulo más doloroso en la historia chilena con el ascenso y surgimiento del régimen totalitario (no dictatorial) de Augusto Pinochet Ugarte. 40 mil víctimas se acumularon y todavía se reclama por la suerte de más de 1.000 desaparecidos. Aún con los horrores comprobados por las torturas, asesinatos y desapariciones, estamos lejos de entender el significado de aquel 11 de septiembre. Gabriel Boric, el presidente más joven de la historia chilena y quien fue claro en reconocer la responsabilidad del Estado en semejante tragedia, encarna una juventud que entiende a la perfección que la sangrienta forma de hacer política de la que hizo alarde Pinochet, no puede repetirse y no hay ningún motivo para la nostalgia por los gobiernos militares. En resumidas cuentas, la caída de Allende no debe ser solamente conmemorada por el progresismo actual, sino por todas las sociedades que crean en el pluralismo. Error craso pensar que el golpe fue un atentado a la izquierda, cuando en realidad constituyó una de las peores agresiones a la democracia en América Latina a lo largo de su historia.
Ahora bien, la coyuntura no es la mejor para la toma de conciencia. Hace cinco años, ganó las elecciones brasileñas un militar retirado que no dudó en alabar al gobierno militar (1964-1985) y en concreto las torturas. En el propio Chile, a segunda vuelta de la última elección presidencial llegó Jose Antonio Kast, admirador expreso de Pinochet y en las recientes primarias en Argentina se impuso un aspirante que niega los 30 mil desaparecidos de la dictadura militar y ha puesto a circular la forzada, pero atractiva teoría de “Los dos demonios”, una forma en que se justifica la violenta represión responsabilizando a las víctimas. Es la versión argentina de “no estaban recogiendo café”. El momento es crítico y por ello, la concientización sobre la defensa de los derechos humanos es indispensable en cada conmemoración.
En Colombia, las posiciones ambiguas sobre el golpe no se hicieron esperar. Algunos en medio de la incapacidad para publicar mensajes sobre la importancia de defender el pluralismo, los derechos humanos y la democracia apuntaron a explicaciones sobre el desempeño económico de Chile en los años de Allende al que asignaron abritrariamente categorías como “catastrófico, irresponsable, demagogo, etc.”. Una vez más, pecamos porque no entendemos el contexto de los mensajes y pensamos que su significado se limita al dato, a la cifra o a la estadística, cuando las márgenes en las que se proyecta dicen más que su propio contenido.
Acá van algunos ejemplos. Recordarle a Estados Unidos la abultada lista de invasiones a naciones del Sur Global cada 11 de septiembre, es una solapada justificación al peor atentado terrorista de su historia en el que murieron miles de inocentes que en nada tenían que ver con su política exterior; evocar que Juvénal Habyarimana no era muy apreciado entre la comunidad tutsi para deslizar la tesis de que fue esta quien perpetuó su asesinato (principal excusa para genocidio en su contra) es hacer eco de los delirantes argumentos de los genocidas hutu que llevaron al asesinato de entre 500 mil y 800 mil tutsi; insistir en que cada vez que Israel incursiona y asesina inocentes o niños en Gaza estos supuestamente hacen parte de organizaciones terroristas es avalar su genocidio; y, valga recordar cómo nos ensañamos con Ingrid Betancourt culpándola de su secuestro. El argumento velado es siempre el mismo, se trata supuestamente de hechos comprobables que en nada justifican la violencia, pero aportan matices. En el fondo escoden la imposibilidad de que como sociedad se condene lo que humanamente nos debería hacer coincidir pero que, por razones ideológicas (o por un grito desesperado de excentricidad) somos incapaces.
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