Llegué a una oficina en el norte de Bogotá, lo hice justo quince minutos antes de la hora acordada. El político que me había citado no había llegado, estaba en camino según la señora de vestido morado que le toma todos los recados y le hace las llamadas, y le recuerda sus compromisos y le hace las reservas en los hoteles y le compra los tiquetes de avión. No estoy ansioso ni estoy nervioso, el político que en ocasiones atiende sus compromisos en este espacio en el piso decimo no me hace sentir mayor excitación, estoy aquí exclusivamente por curiosidad, quiero saber qué tiene por decirme el señor gordito. Por algún motivo la señora del vestido morado me hizo seguir a una pequeña sala de juntas con vista a la estación del ferrocarril de Usaquén, y no me pidió como a los demás que esperara en la sala que fue instalada frente a su escritorio. Me ofrece café, me pide paciencia. Casi con treinta minutos de retraso el político llega y saluda a las personas que con tranquilidad aguardaban su arribo, no las atiende, pregunta por mí y viene sin esperar más a la sala de juntas pequeña.
Solo me da la mano, tampoco esperaba un fuerte abrazo o un beso, pero si una disculpa mínima por su retraso, no lo hizo. El hombre antes de ser político había estado en las responsabilidades del periodismo, pero como casi todos los políticos, o comienzan o terminan siendo periodistas. Un amigo suyo, también político, le habló de mí y le dijo que yo era el indicado para una labor importante que debían emprender en poco tiempo. Es un hombre de poca estatura, gordito, curioso, es divertido. No había hablado nunca antes con él, lo vi algunas veces en eventos públicos, pero nunca había estado frente a él escuchándolo con atención. Me explicó su postura política, me habló bien de Uribe y de Zuluaga, me habló mal del presidente Santos, me habló mal del santismo, me habló mal de Petro y me habló mal de Chávez y Maduro.
Mi trabajo era sencillo. Recoger muchas firmas, no tenía claro cuantas, solo sabía que tenían que ser muchas y en toda Bogotá. En medio de una de sus historia anecdóticas la señora de vestido morado entró y le paso un celular, el salió de la oficina, regresó sonriente, quien sea que le haya hablado por el celular hizo que su rostro reflejara felicidad. No acepté su propuesta, entonces su sonrisa decayó brevemente. No la acepto porque no comulgo con el uribismo, no me gusta Uribe ni sus amigos, ni sus hijos, ni sus asistentes jóvenes gais, ni me gusta la asesora bonita y delgada de Zuluaga, ni me gusta nadie que guste de Uribe. A mí me gusta Santos, y prefiero seguir del lado santista. Se molestó, y no supo disimularlo, me dijo que yo estaba hipnotizado por las mentiras del santismo, me invitó a pasar un día con sus colaboradores y me pidió me informara bien, me pidió que no dejara más que me metieran los dedos en la boca ni en la cola, me pidió que oyera «la hora de verdad» un programa de radio dirigido, conducido, producido, vendido y presentado por el ex ministro de Uribe, el señor Londoño, él que debió dejar de ser ministro por sus negocios raros.
Le agradecí su invitación al uribismo y su propuesta laboral pero la rechacé. Salí de su oficina con el compromiso encontrar a alguien que pudiera ayudar con la labor de las firmas. Nunca más volvimos vernos, ni volvimos a hablar.
Ahora, varios meses después, ya cuando las elecciones pasaron y las firmas que alguien recopiló han caducado, algunos jóvenes no cercanos al político regordete, pero si feligreses del uribismo, dicen entre ellos que yo soy una loca, que yo soy santista, que soy amigo de Nerú, que dentro de mí se esconde una señorita delicada y asustada. Dicen que Nerú me invito a su iglesia como el político me invito al uribismo, pero yo me negué, que yo no quise entregármele al señor, por lo menos no al señor de la iglesia de Nerú. También los jóvenes seguidores de doña Cabal, esos jovencitos con trastornos delicados que dicen ser la restauración nacional, y son en realidad un manojo de jóvenes desordenados, agresivos, impulsivos. La última vez que los vi, escupían en frente de mí, y me advertían que me buscarían y me golpearían. Eso por supuesto no ha sucedido. Ahora para todos tengo una loca dentro de mí. Para los uribistas, para los de restauración nacional y para los amigos y defensores de la señorita Nerú, quienes me han hecho conocer su indignación por medio de correos, comentarios y mensajes en mis redes sociales.
Giovanni Acevedo
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