Es normal, hoy en día, oír como los demás se quejan de la manera como los policías colombianos cumplen con sus responsabilidades y deberes que le pide la constitución, y les solicita la institución que tiene como función principal, proteger a los colombianos y hacer cumplir la ley. Policías abusivos, policías groseros, policías altaneros, torcidos, delincuentes y hasta politiqueros. El sentir de muchos colombianos es totalmente inverso, al que esperaría una institución que se dedica a cuidar y a mantener el bien estar de todos los colombianos.
La figura del agente de policía, del patrullero, del tipo que decidió utilizar por muchos años el uniforme verde que les ha hecho ganar el apodo de los “aguacates” y muchos otros que por desgracia no domino, siempre ha sido, y por lo conocido últimamente seguirá siendo, despreciada y rebajada, y denigrada día tras día. Es difícil que las personas entiendan que los hombres están para hacer el trabajo que muchos no estaríamos dispuestos a hacer, están para cuidar las calles, capturar delincuentes, perseguir ladronzuelos, buscar prófugos y destronar a los vendedores ambulantes que se adueñan de las calles, están para cumplir con lo que ordene la ley. En el fondo el policía es mucho más que el tipo gordinflón que vemos en alguna esquina todos los días, es sencillamente una de las piezas indispensables de una gran estructura que vive para cuidarnos en las ciudades, para ayudarnos cuando lo necesitemos, para acompañarnos cuando haya necesidad, para hacer que todo, día tras día, se desarrolle con normalidad, así estemos hablando de una normalidad extraña o de la normalidad en la que hemos aprendido a vivir.
Lo cierto, es que la figura de un agente de policía no representa ni respeto, ni seguridad, ni amabilidad, y mucho menos educación. Los ciudadanos no respetan a los policías, y no los respetan seguramente porque los policías no se hacen respetar, porque muchos policías usan el uniforme para todo, menos para servirle a la comunidad. ¡No son todos! Dirá alguien, y no se equivoca. No todos los policías pisotean sus responsabilidades, pero si son los suficientes como para que la institución que hoy en día dirige un hombre honesto, respetuoso y ordenado, tenga muy mala imagen en el imaginario de los colombianos.
A los colombianos no nos enseñan a respetar a la ley, ni a cumplir las normas, a los colombianos nos enseñan a hacerle conejo a todo lo que intente contener el orden y patrocinar la cordura ciudadana. Es muy triste que, además de decepcionante que después de tantos años los bogotanos usuarios de Transmilenio no hayan entendido la dinámica del servicio, no respeten sus normas y no convivan en armonía con los demás, ni con ellos mismos. Pero también es muy triste, que mientras algunos guaches con un brinco se meten arbitrariamente a las estaciones, los señores policías estén coqueteándole a cualquier jovencita, o juagando en sus celulares de ultima tecnología.
El gran problema de los policías colombianos es que son colombianos, y eso hace que desde la fábrica, desde antes de ser policías, estén ya enseñados a no cumplir con sus deberes. Sabiendo esto, la solución a esta novela enredada que escriben los colombianos todos los días, es educar desde los primeros años de vida, a una nueva generación de colombianos comprometidos con el respeto, la cultura y la tranquilidad general. Así tendremos no solo mejores policías, sino mejores médicos, mejores taxistas, mejores ciclistas y conductores, mejores y más mejores ciudadanos.
Mientras el único mandamiento de la mayoría de colombianos sea, ser más vivo que los demás, este cuento seguirá siendo tan dramático como lo hemos vivido siempre.