Funesto tal vez sea el término más ajustado para definir el modelo aceptado y absurdamente repetido generación tras generación del típico colombiano. Es un infortunio, es una vergüenza, una cínica desgracia. Soy colombiano, afortunadamente lo soy, y me siento bien siéndolo, no imagino viviendo como ciudadano de otra tierra, no me interesa tampoco, aún y cuando debo reconocer que no soy completamente feliz porque no se puede ser completamente feliz en un país en donde viven tantos procuradores con desmedidas atribuciones, tantos delincuentes, tantos hipócritas que se pasan la vida robándole el aire a quienes se lo ganan, a quienes se lo merecen, a quienes deberían ser inmortales y protegidos, no censurados y asesinados o empujados al exilio que al final termina siendo lo mismo. El típico colombiano carece de conciencia y de memoria, de valores, el típico colombiano desconoce su historia y le importa un carajo su futuro porque sabe que su futuro no tiene corrección, está destinado a la mediocridad infinita, al fracaso aceptado y siempre justificado con reproches y lloriqueos en contra del mundo pero nunca en contra de él mismo.
El típico colombiano sale en las mañanas del interior de su miseria con sueño, con lagañas en sus ojos y en su alma, va destino a su anodino trabajo, a su infeliz responsabilidad que le da para medio comer y para medio vivir, para envejecer lentamente en un país que le importa un carajo sus viejos, en una patria que se resiste a caer al abismo mientras la gran mayoría de sus ciudadanos hace muy poco por salvarle la vida.
El típico colombiano es mentiroso, chamuyero, ladronzuelo, hambriento, aventajado, falso, farsante, pobre, canalla, estafador, grosero, inculto, perezoso, dormilón, gritón, homofóbico, indolente y creyente, obstinado, grosero, hostil, rico, feo, uribista, el típico colombiano no nace con autonomía mental, no lee, no vota, no se cuestiona, no cede el paso ni la silla, solo bebe licor y baila cuenta cosa suene, y se ríe los sábados en la noche y el domingo va a misa enguayabado, con sumisión, con los ojos abiertos pero la mente cerrada, obstruida, reprimida, condenada a la muerte, a una vergonzosa y deprimente muerte. Pobre Colombia, pobre tierra que tiene la desgracia de tenernos como inquilinos, inquilinos que no la queremos y no la cuidamos. Pobres animales inocentes y puros, inteligentes y nobles, que deben compartir su existencia con decadentes seres humanos que los maltratan, que los ofenden, que les roban con cinismo su espacio, sus propiedades; pobres perros colombianos tan nobles y tan fieles, tan hermosos y tan cariñosos a una especie de seres humanos cabizbaja.
Políticos embusteros y ladrones, policías corruptos y mentirosos, padres irresponsables y desalmados, taxistas aventajados, buseteros cabrones, dirigentes ineptos, alcaldes desastrosos, ex presidentes prófugos de la verdad, de la transparencia. Pobre Colombia, pobre realidad, ancianos abandonados, hambrientos, friolentos, madres jóvenes, madres viejas de varias vidas sin un futuro promisorio, pobres nuevas generaciones, pobres viejos políticos cómplices de nuestra realidad que se traga las ilusiones de generaciones enteras, de jóvenes cabreados con el sistema pero débiles para enfrentársele. El típico colombiano come solo, le importa un carajo los demás, vive en familia, en sociedad pero no le importa nadie, solo él.
Los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más ignorantes y felices, más hambrientos, más futboleros, más creyentes, con más hijos y con más nietos. Los ricos cada vez más prósperos en un país hermoso pero maltratado y los pobres cada vez más pobres, cada vez más enfermos, más cansados, agotados por una vida dura que se ensañó en contra de ellos, en contra de familias enteras, todas pobres, todas sucias, todos con grandes sonrisas. Las ganas de vivir están en la necesidad de hacerlo, en las responsabilidades que por azar, o por desgracia, o por insensatez, les ha tocado soportar, convivir con la crudeza de la realidad necesitada y desaventurada.
Cuándo será el día que nos separaremos de la miseria, de la pobreza, de las limitaciones tontas de la cabeza, financiadas por la pereza y el conformismo, reglas básicas del típico colombiano. Cuándo será que entenderemos que la pobreza es mental, es momentánea, es una mugre que se pega al cuerpo como el mal olor de un día exigente de un campesino, de un trabajador honrado, mal olor propio y testigo del cansancio de una institución rigurosa, trabajadora, pero mal olor que se quita, que se desvanece, que se esfuma. Cuándo será que comprenderemos por fin que nada en la vida es tan fácil como no hacer nada, porque es que ni siquiera respirar es fácil, porque es que las manos ajadas y gruesas del campesino no toman ese natural estado por la ausencia del compromiso.
El típico colombiano resulta ser entonces una plaga devastadora, vergüenza y repugnante para una sociedad que necesita educación, compromiso y responsabilidad. El típico colombiano da vergüenza, da lástima, preocupa, pero es el que todo el mundo conoce y es el que la gran mayoría aprueba, tal vez porque hacen parte también. El típico colombiano prefiere un hijo ladrón a un hijo marica, prefiere un padre irresponsable a un padre gay, prefiere un billete en el suelo que unas monedas trabajadas.
El típico colombiano nunca va a llegar a leer esto que usted está leyendo y el típico colombiano que lo lea va a asegurar que esto es pura y fisica mierda, porque no hay cosa que más moleste al típico colombiano que le digan la puta verdad. Y ellos tendrán la verdad.
Buena tarde.
Giovanni Acevedo