Tenía 19 años. Era un adolescente malcriado y caprichoso. Un día me desperté y pensé en lo divertido que sería viajar sin rumbo. Compré una mochila de viaje barata, negro con amarillo, grande y con impermeable para protegerla de la lluvia. Imprimí el diario de viaje de un holandés que había mochileado desde Buenos Aires hasta Bogotá un par de años atrás y me despedí de mi mamá y de mi mejor amigo entre lágrimas en la terminal de transporte de Bogotá.

El bus me dejó en Cali y en Cali tomé otro hacia Ipiales, ahí dormí una noche en un hotelito modesto y al siguiente día crucé la frontera hacia Ecuador. Recuerdo que las piernas me temblaban como si se quisieran desbaratar como un castillo de cartas. Pero yo disimulaba. Le hice una fotografía al letrero enorme que se ve en toda la mitad del puente en letras grandes -BIENVENIDOS AL ECUADOR- y cinco minutos después los policías ecuatorianos me hicieron desocupar mi mochila nueva. No encontraron más que trapos y nervios. Conocí la mitad del mundo fake, pero yo no lo sabía. Atravesé Ecuador sin detenerme mucho, quería llegar a Machu Picchu porque el holandés decía en su diario que en ese lugar la vida le cambió. Yo no quería que cambiara mi vida, sólo quería conocer el lugar que le cambió la vida a él.

En la frontera entre Ecuador y Perú me robaron. Me dejaron con cuatro dólares, pero esa es otra historia. Llegué a Lima y me enamoré por primera vez en mi vida. Estuve casi dos semanas y, huyendo del encanto limeño, llegué a Cusco. Tres días de fiestas con extranjeros y grandes banquetes de comida de la sierra peruana. Cusco, Ollantaytambo, una parte en taxi, otra caminando, otra en tren y la última caminando otra vez para llegar a Aguas Calientes. Un pueblito de cuento de hadas en la falda de la montaña que debes subir para, por fin, conocer Machu Picchu.

Sí, lloré, y mientras lloraba, porque tanta belleza es como la cebolla, te hace llorar; sentía cómo la vida me cambiaba segundo tras segundo. Ahí supe que lo que más quería en ese momento era una botella de agua helada y seguir viajando. En verdad me cambió la vida, no es joda. Llegué a uno de los lagos más grandes y el más alto de Sudamérica. Dormí en el lago Titicaca dos noches sin luz, entonces la internet no era tan necesaria para vivir.

La Paz, Salta, Jujuy, Córdoba, Rosario y mi segundo amor de la vida: Buenos Aires.

Mi primera mochileada la hice solo y sin Google Maps. Hoy viajar es más seguro, cada vez hay más gente mochileando, lo que hace los recorridos amigables y repletos de nuevos amigos. Vas a cambiar, seguro. Vas a crecer, vas a conocerte mejor, vas a coger si quieres y vas a divertirte hasta que no puedas más y tengas que dormir unas horas para seguir el camino.

Viaja porque viajar es vivir.

 

Giovanni Acevedo