La finca de Juan Guillermo está llena de frutas. Todas hacen silencio. El aire está quieto. Una rama advierte el peso de un mango dulce. Ya casi. Las hojas quisieran alejarse y precipitarse en picada al cielo. Si las caídas fueran al revés caeríamos eternamente, pensó una guayaba. Viviríamos el vértigo intenso de un salto al vacío de un suicidio no consumado. ¿Qué será lo que le ocurre a las frutas? Llenas de pulpa, jugo y colores estallan frente a la levedad de las hojas. Se hastían de sí mismas y, saboteando su propia cercanía a Dios, prefieren perderlo todo en medio de los nidos podridos de las hojas muertas o en medio de las enzimas de los picos de los pájaros.

Un plátano le comentó a la guayaba. Es imposible escapar de nuestra propia naturaleza. Estamos hechas para ser provocadoras.

Me duele el corazón. Me duele la pepa. Dice el aguacate, que acaba de oír a los limones hablar acerca de la reflexión del plátano. Nadie puede llorar, dice el limón mandarino. Nadie aquí puede llorar. No tenemos manos para abrir las cáscaras o para chuzarnos los ojos y vertir lágrimas. ¡No tenemos ojos siquiera! Nadie nos escucha, y todo sonido que nos rodea nos es ajeno. El golpe de la ciruela sobre las hojas no es de la ciruela, sino de las hojas raspándose contra el suelo. El salivar de las uchuvas  entre los dientes de Juan Guillermo es de la lengua y los dientes de Juan Guillermo. Nada nos pertenece, dice una toronja asomándose entre las uchuvas. A lo único que podemos aferrarnos es a nuestra propia materia y pulpa porque ni la cáscara, dirían los zapotes o los anones, nos acompaña hasta el final.

La finca de Juan Guillermo está llena de frutas. Todas hacen silencio. El aire está quieto. Una rama advierte el peso de un mango dulce. Juan Guillermo se acercó al palo y revisó los mangos de las primeras ramas. Colocó la canasta sobre el suelo, junto a las hojas muertas y preparó la vara para bajar la fruta. El mango dulce; nítido entre las hojas verdes. Un par de espejos amarillos de sol brillan sobre su cáscara. A su lado había un ramal lleno de flores. ¿Para qué te vas? Preguntó una flor de limón. ¿Para qué te vas? ¿Por qué tu árbol no cuida de ti? Te has convertido en un peso tan gordo y amarillo que no existe savia que satisfaga tu pulpa. Rieron las flores mangíferas magníficas y la flor del limón; desde los platanales, la musa paradisiaca y las flores del granadino se carcajearon. El mango se soltó.

En el suelo había una guayaba amarilla y madura. Sobre su geometría aun intacta había varios puntos negros y un par de hormigas. Un gusano asomó de entre la pulpa madura y le habló a las flores. No habrá jamás un árbol que cuide la caída de sus frutas. Como no habrá jamás un mango que custodie las flores de su fruto ni flores que reclamen sus semillas. Los árboles jamás recordarán que alguna vez fueron semillas, ni los limones que fueron flores, ni las semillas que una vez serán las ramas y las nuevas flores de los viejos frutos. De los frutos muertos.