Ariel se sienta en la silla frente a la mesa. Sobre el fogón eléctrico está la olla con pastas del día anterior. Sobre la mesa está el plato y el vaso; justo a la izquierda del cuchillo y a la derecha de la cuchara. La lámpara está apagada y tres cortinas de luz se quiebran contra la ventana. La cama está destendida. Hay una toalla colgando de un gancho; el otro está ocupado con la camisa y el pantalón. El par de zapatos están debajo de la cama, frente al cajón de la ropa interior. En el otro cajón están guardadas las tres camisetas y dos sacos. Frente a la mesa y unos centímetros más arriba del plato y el vaso hay una ventana.
Desde allí Ariel goza del único privilegio que le ha sido dado hasta ese momento. Al otro lado de la calle está el Centro de Altos Estudios de Música. Desde temprano en la mañana, y hasta bien entrada la tarde, Ariel escucha las prácticas de los estudiantes. Él recuerda los violines porque una vez, caminando frente a un salón, un par de melodías se zafaron del borde de la ventana y le llegaron a los oídos. De nada vale oír instrumentos que suenan como un par de gatos entonando baladíes desde un tejado, piensa Ariel. Si tuviera un violín entonces podría aprender; pero no podría pagar las sesiones de un tutor privado o la matrícula del Centro de Altos Estudios de Música. Si en algún momento pudiera pagar las clases privadas o la matrícula entonces el problema sería comprar o encontrar un violín.
Tarea difícil, porque el pueblo donde vive Ariel tiene una iglesia, una tienda para comprar comida, un cementerio, una oficina de correos, trescientos habitantes, cien estudiantes de violín y noventa y nueve violines pero ninguna tienda de violines. La gasolinería está en el pueblo vecino. El hospital está en el pueblo vecino. El cementerio está en el pueblo vecino y el violín que hace falta se perdió para siempre. Debía llegar por encargo desde la única tienda de instrumentos de cuerda en la capital junto con el violín número noventa y ocho, ambos destinados a las únicas gemelas del pueblo. Ahora las niñas deben compartir el únic instrumento que les queda.
Si Ariel lograra reunir el dinero para pedir un violín por encargo, el instrumento correría el mismo riesgo que el violín número cien. Un riesgo que Ariel sabe que no puede tomar. Entre la oficina de correos y la capital hay cientos de kilómetros de carretera allende a cañones y caídas estrepitosas de piedra y agua. Entre la tienda de instrumentos de cuerda de la capital y el final de la tortuosa carretera se halla un mar de crestas altas y espumas arrebatadas que podría, de un coletazo, extraviar el sueño de Ariel para siempre.
Hace mucho tiempo Ariel se resignó a no tener lo que, muy en su interior, sentía que se merecía. Ariel aún vive un duelo sin muertos. Vive el duelo de apagarse todos los días. Todos los días muere en él su anhelo. En el largo camino entre la negación, la resignación y la aceptación de su duelo, Ariel se acostumbra a olvidar que algún día pudo, si bien no tocar el violín, por lo menos sí imaginar que lo tocaría un día. Como le ocurre al recuerdo de muchos muertos, la humedad que brilla en los ojos cuando se encantan frente a la esperanza se fue secando y olvidando de la mirada de Ariel.
Solo un evento extraordinario podía cambiar una suerte que a todas miras buscaba postrarlo de bruces sobre el pavimento por siempre.
Un día Ariel sale a caminar. El viento deambula por las calles en montones de hojas. El aire hondo se hace fibra y se inmiscuye entre la intimidad de los violines y las cuerdas mirando por debajo de las puertas del Instituto. Ariel avanza dos cuadras. Avanza tres cuadras. Cuando decide voltear a mano derecha encuentra un montón de bolsas plásticas llenas de basura. Sobre una de ellas hay una lámpara idéntica a la del cuento de Aladino. El metal cobrizo se opacó por el polvo, las joyas incrustadas sobre el cobre se ven como ojos cerrados. Solo vasta que Ariel vea la lámpara por mera coincidencia y que, en un momento de obvia imaginación, recuerde un cuento de las mil y una noches y avente sus ojos de niño para limpiar la lámpara con la mirada e imaginar un genio nebuloso entre los nubarrones de hojas.
No puede ser verdad, piensa. Ariel avanza con presuroso nerviosismo para revisar el artefacto empañado de polvo. Un viejo truco, piensa. Está sucia solo para que alguien la frote y el genio despierte. El corazón de Ariel se revuelca por primera vez desde el día en que nació. El brillo oculto de la lámpara de repente pule las asperezas de su propio pecho y sonroja la carne de su corazón. Ariel toma la lámpara con avidez y la esconde entre sus manos de ardilla. Allí guarda un secreto del que nadie sabría nada. Ni siquiera los violinistas.
Revisa que él sea el único en la calle. Camina hacia un parque cercano, se sienta bajo un árbol y dándole la espalda a la calle principal limpia el polvo con el borde de su camisa. Ariel la mira con los ojos brotados de emoción por una última vez. No pasa nada.
Ariel suelta la risa y camina hacia las bolsas de basura y devuelve la lámpara colocándola en el mismo lugar donde la había encontrado. Sigue caminando hacia el final de la cuadra y decide que es hora de volver a la silla frente a la mesa, frente a la olla con pastas del día anterior; al plato y al vaso; justo a la izquierda del cuchillo y a la derecha de la cuchara. La lámpara está prendida y tres cortinas de luz se quiebran contra la ventana.