Este artículo lo escribí para la revista i.letrada hace ya cuatro años.
“A jalarle al vino y a tragar galleta mientras se hace noche”
Jorge Velosa
Sobre el norte de Boyacá hay unos cerros tremendos. Allá la Cordillera Oriental se trepa por las raíces de sus árboles y se encarama sobre sus piedras negras hasta enrojecerse las manos con el hielo del Púlpito del Diablo. Trepado sobre una de las múltiples ondulaciones de este suelo de verde y nieve está el Cocuy: un enjambre de tejas de barro pegado a casi cinco siglos de tapia pisada y columnas de roble andino. Allí nació Mercedes Barón: mi abuelita.
De ella aprendí el juicioso oficio de hacer envueltos de mazorca con queso y bocadillo, galletas, empanadas, tortas de vino y un sinfín de fiambres que componen el amasijo típico de la sierra nevada del Cocuy. Con el ánimo de entender cuál es la importancia de seguir horneando, de reconstruir la memoria culinaria de mi abuela y la de mi familia decidí escribir este artículo.
Mercedes aprendió a amasar en 1932. Ella tuvo que trabajar desde los cinco años porque su madre, Ana Deodata Ardila, murió por una apendicitis mal diagnosticada y mal tratada. Su marido, Jesús Barón, no tuvo más remedio que casarse tan pronto fuera posible para salvar una sastrería y cuidar a sus cinco hijos. Pero se casó muy mal. En menos de nada su nueva esposa gastó toda la plata en cuanta cosa pudo y arruinó el negocio. Mercedes dejó el colegio paulatinamente hasta que al final solo se dedicó a trabajar. Fueron años duros: llegaba a la tienda de la tía Ana Espíritu o a la trastienda de la madrina Aureliana a las cuatro de la mañana para amasar. A esas horas le encomendaban recoger el agua en múcuras de barro, moler cacao o picar la sal. Tuvo que bajar los bultos de harina de los lomos de las recuas para cernirla luego. Con el tiempo el dolor del cuerpo y el alma se convirtió en rutina. Mi abuelita nunca pudo tocar violín, su gran anhelo. Solo sentía cerca las melodías cuando dos niñas de blanco se sentaban en la plaza a tocar sonatas mientras ella estiraba la masa.
Pasaron los años y ella amasó y amasó hasta que pudo conseguir su propia tienda poco antes de la muerte de Gaitán. Meses de trasegar con harina y leche dieron sus frutos: La tienda se llenó de cuanta cosa hubo: petróleo, fiambres, verduras, frutas y cerveza. Había estantes altísimos repletos de cosas que ni la luz de las lámparas de caperuza alcanzaba a ver. Pero con todo y de sobra, Mercedes siguió amasando: Amasó cuando tuvo hijos y amasó cuando tuvo nietos hasta que se le cansaron las manos una tarde del 2002, luego de haber horneado.
Pero ¿Por qué seguir amasando? Tanto trabajo había probado ser su calvario, pero con el tiempo fue también la salvación. Las galletas que preparaba las enviaba a Bogotá y a Bucaramanga. Muchos de quienes recibían sus encargos eran liberales como ella, obligados a dejar su tierra por cuenta de la Violencia bipartidista. Mi abuela llevó sus galletas y su cocina a las cárceles para alimentar a los prisioneros políticos del pueblo aun cuando el alcalde del Cocuy era godo. Hacia 1952 la violencia daba golpes cada vez más duros. Durante varias noches los conservadores prendieron como a un pesebre los cultivos de maíz y cebada de los cerros. Los campesinos rodaron con sus animales hasta llegar al pueblo. Entre las víctimas bajar estaba la familia Riveros: Isabela, Ifigenia, Isidora, Teresa, Vicente y otro par de mujeres que encontraron abrigo en la casa de Mercedes durante varios años. Mientras la guerra toteaba cuerpos en las veredas a punta de plomo la sangre hacía gárgaras en las gargantas de los hombres. Las mujeres del campo tuvieron que atrincherarse en el pueblo, en sus cocinas. Los hombres liberales se fueron a matar y a perseguir chulavitas y gamonales en Güicán. Las mujeres tuvieron que alimentar un pueblo y a muchos hombres que volverían solo como ráfagas de viento helado.
Pasó la Violencia y la producción de galletas seguía. Para ese momento mi abuela mandaba a hacer las galletas por encargo en algún horno de barro del pueblo. Siguió aliñando para las visitas, para los días de fiestas y para las celebraciones de los santos. Junto con las demás mujeres de la casa Mercedes logró construir una hermandad infranqueable y una economía sólida. Mientras unas cuidaban a mi mamá y a mis tías otra cocinaba, Mercedes cuidaba de la tienda y de los hornos y entre todas le hacían frente al machismo borracho que algunas veces bregó a entrarse a la casa.
Mi abuelita salió del pueblo en 1981 para cuidar a su primer nieto, mi hermano mayor. Cuando ella llegó no le gustó la comida de Bogotá. Le parecía insípida “porque uno desde chiquito aprendió a querer lo de su tierra”. La solución: amasar para dar y convidar. Las casas de sus cuatro hijos e hijas se llenaron de panes y galletas. No toleró las panaderías capitalinas y regresó a su oficio. Preparó tortas para cumpleaños, envueltos para Semana Santa y galletas para los caprichosos nietos que iban llegando.
Siempre comí de lo que preparaba mi abuelita. Pero no fue sino hasta que cumplí doce años que mi abuelita nos dejó mirar la masa a mí y a mis primos. Ella colocaba la artesa sobre una mesa lejos de las miradas y mecía la harina, los huevos y el azúcar con calma. Un mal de ojo o un sobresalto podía cambiar el genio y cortar la masa. Nos recuerdo oteando por encima de la ventana de la cocina a ver si alcanzábamos a robarle una mirada al olor que tanto nos gustaba. Estas imágenes me caen a goterones cada vez que horneamos en la casa. Mientras se desenvuelve la algarabía en la cocina y se golpean los tiestos, mi cuerpo atraviesa una metamorfosis silenciosa. Cada fibra de mi brazo le recuerda a la siguiente cómo batir únicamente con la mano derecha y sostener la artesa con la izquierda, como aprendió Mercedes. Mis ojos vuelven a esa primera vez que aprendí a amasar y ven la imagen sonora de mi abuela dándome instrucciones sobre cuánta harina salpicarle al mesón de la cocina. De esa voz que guardo aprendí a medir la fuerza con la que se deben romper los granos de azúcar al mezclarla con la margarina. Años de escucha también me enseñaron a entender las medidas que solo se recuerdan a fuerza de repetirlas durante cada batida de harina: se le salpica una mincha de sal a la masa para que coja sabor, se pone a hervir levadura en agua hasta que esté a calor de leche y se le aplica harina a la arepa hasta que cuaje. Los movimientos se hacen más lentos. Mi cuerpo vuelve sobre sí mismo para poner sobre la mesa lo que ha vivido en un presente inmediato.
La memoria no es un lugar vacío: tiene olores, sabores, lugares y espacios en el cuerpo que retiene los olvidos y lo vivido a lo largo de los años. Sobre la piel de Mercedes se han ido depositando varias capas de experiencias intangibles e invisibles al ojo que se recrean en la comida que preparaba. Sus galletas han sido para mí unos lentes. Pude discurrir, entrometerme y tocar fibras profundas de personas mayores que yo, tan aparentemente herméticas. Hacer la mezcla es darle cuerpo a lo que tanta gente siente y recrear el mundo que alguna vez los habitó años atrás. El olor a cáscara de limón y el sabor contra la lengua alivianan nostalgias y felicidades que ahondan las emociones del pecho. En ese instante hay canales de comunicación más sensibles entre todos nosotros. El calor del horno se va prendiendo de la piel, nos va envolviendo mientras nos cuenta historias de quiénes somos. La sensación de bienestar que se genera hace que mi familia le guste hornear de mes en cuando porque se reviven vínculos de amistad y confianza de largo alcance en el tiempo y el espacio. Yo podría comer de otra cosa, pero la calidad de los abrazos después de haber horneado se quedaría con las galletas para siempre.