Luego de entrevistar a Juan Pablo Aranguren, profesor de psicología de la Universidad de los Andes, sobre la situación del cuerpo de excombatientes frente a un escenario de transición y reincorporación –de la vida bélica a la vida civil- y de repasar su libro “Las inscripciones de la guerra en el cuerpo de los jóvenes combatientes”, queda más claro los mecanismos que disponemos para no perdernos de nosotros mismos en tiempos de guerra y violencia.

¿Por qué a Juan Pablo le interesan los temas como la memoria, el cuerpo y el conflicto?

Lo que percibo es un anhelo de rescatar la experiencia del sujeto, no únicamente la experiencia del cuerpo sufriente. Es la experiencia del uno a uno. No hay un combatiente cuya experiencia haya sido igual a la de otro combatiente. Si bien la guerra ha buscado eliminar la experiencia subjetiva de los involucrados, cada experiencia me habla de una forma particular de adscripción a la lógica bélica y de no entregarse completamente a ella porque cada cuerpo resiste de una forma muy particular. Lo que encuentro es que la guerra intenta separar los cuerpos de los sujetos queriendo eliminar su experiencia subjetiva e íntima. La lógica bélico-militar quiere máquinas de guerra, carne sufriente expuesta a la guerra, la tortura o la desaparición forzada.

También creo que desde la academia, a veces sin pretenderlo, se separa el cuerpo del sujeto. Ignorar estos nodos que comunican la experiencia con el cuerpo físico termina por contar las experiencias de cuerpos dolientes únicamente: cuántos mataron, cuáles son las armas que usaron, qué métodos de tortura sufrió tal persona. No se da cuenta de quién es Juan, de cómo, por ejemplo, se sintió cansado y se acordó de su mamá en medio de un entrenamiento, se distrajo y la voz de mando lo castigó con un golpe. En ese instante surge la subjetividad de la persona. Es la mujer que se hace a una peinilla en la cárcel a pesar de estar deshecha y se peina para sentir que tiene su propia experiencia corporal dominada, que aún hay algo que le pertenece. O la persona que alucina durante la tortura y ve a sus compañeros mientras le gritan diciéndole que resista, que no se rinda. Estos actos son la constatación de que el cuerpo no se entrega solo a la tortura o la guerra. Es más bien una forma de escape que refleja el intento a veces último y desesperado de mantener un sentido y una relación con ese objeto amado, mi ser, mi identidad, lo que soy.

Por lo anterior es muy importante buscar narrativas que nos revelen y nos ayuden a redescubrir los escenarios y las miles de formas por medio de las cuales el cuerpo no se entrega a esa pretensión de separación y se revela, se encuentra en tensión con el discurso impuesto y sus ordenamientos. Quiero encontrar las prácticas cotidianas puntuales que permiten constatar que uno no se entrega a esa máquina que permite separarnos de lo que somos.

Usted ya estaba interesado en el tema del cuerpo hace años, pero ¿cuál fue el proceso de su investigación para concentrarse en jóvenes excombatientes?

El tema más general tiene que ver con lo que significan las inscripciones y significantes en el cuerpo. Éste ya lo había trabajado hace diez años como terapeuta de excombatientes. Las formas como la guerra signa y marca los cuerpos son una experiencia de inscripción que ocurren dentro del sujeto y que está en permanente tensión y transformación cuando se enfrenta en tránsito hacia la vida civil. En ese proceso, los jóvenes excombatientes se encuentran con una vida civil que los interpela, les pregunta y les habla en términos militares. El ordenamiento y la disciplina militar han permeado también la vida civil, acercando la experiencia bélica a los jóvenes excombatientes constantemente.

Como terapeuta me di cuenta también de historias recurrentes con respecto a la guerra; muchas veces visibles, como cicatrices, miembros destrozados o amputaciones. Pero había otras no tan visibles como la incorporación de la disciplina militar, ordenamientos y maneras de estar en el espacio. También hay fantasías que reviven órganos que ya no están, como el fusil, el uniforme que se talló sobre la piel o los tatuajes que se hacen durante la guerra. De esa manera me fui acercando a esas marcas visibles y no visibles que se pueden constatar mientras el cuerpo recorre su propia experiencia. Entendí también cómo estas marcas reposan sus efectos sobre la memoria, volviéndose recuerdos que construyen experiencias corporales subjetivas y colectivas.

¿Cómo definió las categorías de su investigación?

Yo quería profundizar sobre cuál es el tipo de reinserción de la vida militar a la vida civil. En un mismo escenario se pueden encontrar dos elementos aparentemente contradictorios: En un mismo sitio uno ve propaganda sobre las ventajas de la desmovilización y otra que invita a unirse a la fuerza aérea. El asunto va más allá de juzgar la guerra como buena o mala. He visto experiencias de excombatientes que han aprendido a llevar un proceso de desvinculación de la guerra, alejándose de sus lógicas bélicas. Pero en cualquier momento llega un miembro de la fuerza pública y les propone ayudar a encontrar un campamento, a dar con un grupo de secuestrados o a dar nombres. Les ofrecen dinero y los muchachos, que antes se alejaron de la guerra, vuelven a ponerse el uniforme, a cargar el fusil y a moverse en territorio que relacionan con la guerra. Luego de haberse revestido de guerrero, el excombatiente regresa alucinando con el mundo bélico, la adrenalina vuelve a subir al máximo, el olor de la pólvora es revivido constantemente. Puede ocurrir lo contrario: que el excombatiente se sienta profundamente miserable y triste por haber traicionado a sus compañeros y por haber reactivado recuerdos y sensaciones que comenzaban a tomar rumbos distintos en la vida civil.

Surge la duda: ¿tenemos herramientas en la vida civil que facilite en alguna medida el proceso de transición de los excombatientes? No muchas. La estructura física de la educación, del empleo formal o el ordenamiento hospitalario procede de una visión militar del espacio. Pero también las acciones cívico-militares han permeado la vida civil. El ejército suele ayudar a pintar las escuelitas, lleva mercados a los pobres, muestran tanques militares en los centros comerciales, pintan a los niños como soldados y les ponen un casco para la foto. Estas son formas por medio de las cuales el ejército busca que el cuerpo se anime a participar de la guerra, haciendo que la población civil en su conjunto participe de sus objetivos.

¿Hay algún método que usted identifique como el más recurrente durante esta labor investigativa sobre el cuerpo? ¿Qué tipo de precisiones y detalles le permiten ver éstos métodos?

Hay dos puntos acerca de la experiencia metodológica:

  1. Hay un exceso, una aparición recurrente de la escritura que intenta transformar, convertir en letras experiencias puramente vivenciales y orales. Este desplazamiento desde la experiencia al papel es un problema metodológico y un límite para poder analizar la experiencia corporal de los sujetos en escenarios de violencia. Estos escenarios que recorren los cuerpos están relacionados con cosas indecibles. Lo vivido ha pasado por mi cuerpo y lo ha cambiado, pero volcar esa experiencia en palabras supone una reflexión, atravesar mi cuerpo a través de mis sentidos y recordar la experiencia. Es un ejercicio que no todo el mundo está dispuesto a hacer. Dar muerte a alguien no es algo que uno va contando de manera natural. La guerra naturaliza la experiencia pero el sujeto no está acostumbrado a narrarla. La manera como los distintos tipos de marcas se inscriben dentro del ordenamiento militar no está dado en palabras necesariamente.
  2. Para poder reconocer y encontrar al Otro hay que descentrarse de la posición clásica en donde yo soy el experto que reconoce y sabe cómo vivió y como sintió el excombatiente mientras él me cuenta su historia. La experiencia de Juan debe pasar por mi cuerpo y por mis sentidos y poder entenderla. Para poder reconocer el dolor y el sufrimiento, o los límites de lo indecible, debo tener cierta disposición a la experiencia de los demás. Eso supone abrir mi propia experiencia corporal para que la vida de Juan resuene en mí como un tambor, como un diapasón. Yo también soy tan vulnerable como el excombatiente a las experiencias de violencia porque estoy involucrado y reconozco su horror. Ésta disposición es lo que llamo ética del escucha. La etnografía me permite hacer este tipo de cuestionamientos, pero también es una vía de acceso fundamental para reconocer la experiencia de guerra vivida desde el sujeto.

Si uno va a hablar del cuerpo sufriente hay que hacerse un par de preguntas metodológicas esenciales: ¿Cómo narrar con pudor y dignidad las experiencias que han atentado contra el pudor y la dignidad de otro ser humano?  Uno debe ser capaz de recobrar la intimidad que ha sido vulnerada en la experiencia de la guerra y pensar qué significa estar ante el dolor de los demás. Esa experiencia íntima del cuerpo doliente transita hacia un saber público. ¿Qué tipo de justicia hace mi escritura a esa ambivalencia que encarna la violencia y el dolor? No es suficiente escribir lo vivido por otra persona y clasificarlo. Hay que estremecer la palara para que diga más de lo que está diciendo, estremecerla en sus silencios y lograr decir lo que calla la representación, la palabra. Muchas de nuestras formas de clasificación y estructuras narrativas muy poco le hacen justicia a lo oral, a lo centrado en el sujeto. Habría que preguntarse qué tipo de justicia buscamos con la redacción de la experiencia del cuerpo que es sometido al sufrimiento y cuáles serían sus efectos sobre los sujetos comprometidos en esas narrativas.

¿Cómo resignificar al cuerpo del sujeto que ha vivido la guerra?

La guerra se inscribe en el cuerpo, es dedicada y ensañada contra éste. El olor de la pólvora en el combate o el sabor a cerdo cocido que deja el olor de una bala al atravesar un cuerpo son las seducciones y persuasiones que estimulan los sentidos del combatiente. Por eso, para resignificar la experiencia del sujeto bélico, hay que promover acciones sobre la experiencia corporal que sean tan contundentes, constantes y seductoras como los ritmos y lógicas de la guerra.

Yo creo que cuando los excombatientes se encuentran con experiencias de relacionamiento corporal que potencian su experiencia corporal hacia la construcción y no hacia la destrucción, logran un proceso de tránsito más efectivo. Es interesante cómo el circo lleva a estos muchachos al límite de la creación. El cuerpo se vuelve un escenario y una potencia impresionante del acto creativo. El cuerpo que antes mataba ahora puede crear un nuevo mundo y hacer soñar a otros. El teatro obliga al sujeto a distanciarse de lo que está representando y de lo que es, permitiendo que emerja la fragilidad más profunda de los sujetos.

En cierta ocasión, una muchacha jugaba con sus compañeros, cayó al suelo, se raspó la rodilla y sintió un profundo dolor. ¿Cuántas veces ella no se tuvo que golpear y raspar en el monte? Los tiempos y la disciplina de la guerra limitan el poder que tiene el combatiente sobre sí cuando está inmerso en un marco de comportamiento que no le permite vivir cierto tipo de sensaciones y sentimientos. En el momento en el que ordenamiento militar se comienza a romper, emergen las experiencias y recuerdos de cada persona. El entrenamiento sirve para que una voz de mando ordene sobre unas máquinas de guerra idénticas. Cuando esta autoridad que cohesiona al grupo desaparece, el dolor del golpe se hace más fuerte y presente porque la experiencia de colectivo ya no está para contener el cuerpo subjetivo. Pero esta reacción en apariencia desmedida puede ser también una metáfora, como el dolor del recuerdo que tienen los excombatientes de sus muertos.

¿Qué condiciones debe tener la vida civil para recibir excombatientes?

Los procesos de creación y configuración de otras experiencias corporales son válidas pero deben ir acompañadas de una experiencia civil también transformadora, es decir, menos militarizada y con menos incentivos para vincularse a la guerra. Nuestra sociedad debería ser más coherente con lo que promete para que sea más atractiva que la guerra. La movilidad de un joven bachiller debe darse en escenarios distintos al del ejercicio bélico. Vendemos la vida civil como una vida de salud, trabajo y educación, la misma vida civil que muchas veces obligó a más de uno a vincularse al aparato militar. Hay jóvenes que alucinan con estar en Iraq o Afganistán, eso debería preocuparnos como sociedad; el hecho de que ese sea un lugar de deseo. Estas alternativas se convierten en horizonte de vida por la falta de sensación de poder y la consecuente incapacidad de transformar su situación actual.

Los cuerpos son auroras de fibras y contusiones violentas, de tensiones y nudos arremolinados e inacabados. Los cuerpos se redescubren con las ondulaciones del viento de las balas que los sacuden y los estremecen hasta la cavidad de las arterias de cada uno de nosotros. Desde allí surgen pulsiones y reverberaciones de carne viva; hierven burbujas que salen a seducir y a alucinar los sentidos de los demás. Como el olor a pólvora, los vapores multiformes llegan y penetran en nosotros, nos sacuden como látigos y nos dejan a una pestaña de distancia de reconocernos en los demás.