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1.7

Estimada Doctora,

Quisiera, por sobre todo, evitar una apología al delito, a lo que está bien y a lo que está mal. Nada de lo que le escriba aquí es producto del moralismo mezquino que tan a menudo guía nuestras acciones y rige nuestras instituciones. Al final, y por las evidencias que he tenido la posibilidad de estudiar, me veré obligado a tomar una posición frente a lo que su tratamiento ha supuesto para nuestro contexto más contemporáneo y su ciencia. Por ello no quiero decir que estaré a favor o en contra suya.

Durante los primeros días de enero recibí en la sala de Urgencias varios casos, como usted ya sabe, referentes indiscutibles a una reacción quizás alérgica al V-1. Al margen de mi diagnóstico quisiera ubicar mi crítica en un ámbito más desapasionado aunque difícil, dadas las sensibilidades que este tema ha tocado en los últimos tres meses. Recibí a Débora, una mujer que en el mes de diciembre recibió un tiro en el estómago y que bajo ninguna circunstancia hubiera podido salvarse. El tiro rompió los discos y fracturó varias vértebras de su columna. El líquido cefalorraquídeo se derramó dentro del cuerpo y la sangre brotó de entre los órganos, provocando una hemorragia interna.

Junto a Débora estaba su madre y sus dos hermanos. Frente a la angustia de lo ocurrido la madre no podía permitirle morir sin haberlo intentado todo. Entonces recordó que alguien la podía ayudar. Contra todo protocolo médico los dos hermanos tomaron a Débora de la camilla y la subieron al automóvil en el que llegaron con la paciente al hospital. Días más tarde Débora dio testimonio de un milagro: estaba viva. Hablaba con la prensa y estaba viva. La nombró a usted mil y una veces y le dio gracias a los ángeles y a los arcángeles por haberla puesto en su camino. Pero Débora nunca se recuperó.

Al cabo de un mes volvió a urgencias notablemente trastornada por un dolor abdominal severo que no le permitía erguirse o caminar. Diez pasos detrás estaba otra mujer, Mariana, con tres puñaladas en la espalda que hacía dos semanas no cicatrizaban por más gasas, ungüentos y suturas que se le hubieran tejido alrededor de las heridas. La sangre aún emanaba lentamente por las heridas y yo, Doctora Bordón, no supe qué hacer. Mariana me pidió a gritos que la matara, que terminara con su sufrimiento. Me rogó que la apuñalara de nuevo o que le inyectara una dosis letal de algún fármaco. Yo estoy acostumbrado como usted a fuertes apasionamientos en la sala de urgencias que es mejor no escuchar para llevar a buen término nuestro trabajo. El problema, Doctora, es que en ese momento no pude. Lo que la naturaleza logra con el alivio eterno tras un par de minutos de agonía, usted lo logró postergar indefinidamente. Aunque no pudo revivir a nadie de entre los muertos sí  supo mantener vivas sus heridas que insisten en cumplir su cometido: llevarse con algo de dignidad a los muertos. Junto con Mariana y Débora han sido cientos los pacientes que reportan dolores intensos y espasmos tremendos donde su cuerpo sufrió más severamente un accidente, los golpes, tiros o puñaladas por las cuales ya deberían haber fallecido. Nuestro personal médico se encuentra en una situación crítica: hay camillas para los agonizantes que no cesan de llegar y pedir alivio, pero que nosotros, por cuestiones legales, no estamos en capacidad de dar. Tampoco hay camillas o personal suficiente para aquellos que sí podrían salvarse.

Sin alargarme innecesariamente quisiera sugerirle encontrar un anti-tratamiento que permita acabar con la agonía de tantos pacientes. Los laboratorios del Hospital General y tres inmunólogos del más alto nivel están disponibles para cuando usted lo solicite. Espero su respuesta.

Con respeto,

J.D.W.

Carta del Doctor James Dewey Watson a la Doctora María Cristina Bordón White publicada el 03/04/33

Carta. 1.8.

A Sergio

Si hubiera un lugar en la selva para escondernos del mundo allí iría contigo. Hay hectáreas de bosques caducifolios, folios llenos de árboles y árboles de papel en el lugar en el que quisiera estar para siempre. Solo espacios perdidos entre la bondad de las malezas y lejos de la maldad del mundo. Hoy solo te puedo entregar una carta larga y triste junto con un par de geranios con los pétalos descoloridos.

Ahora solo los gusanos y las moscas te pueden mirar. Las lágrimas se acumulan sobre tu lápida. Algún día ellas desbordarán los ángulos rectos del concreto y brillarán tus letras en bronce para caer como témpanos helados sobre el mar del suelo. Yo vivo deshojándome la piel de los tobillos, de las manos y del cuello, queriendo ser tus lágrimas, queriendo ser las lágrimas de un cirio azul y grande que vele tu entierro. Soy una catedral agonizante, soy el suelo desgranado sobre la sequedad de tus pupilas.

Pude ver tu cuerpo cristalizado en el tiempo durante un par de minutos. La piel de tu torso desnudo había perdido su arcoíris y comenzaban a desprenderse los halos de tus estrellas fugaces. Desde afuera, parecía que adquirieras, en una extraña metamorfosis, la piel de una mariposa. Si yo pudiera atravesar tu pórtico y caminar entre tus costillares vería aclararse la oscuridad a medida que tus muros lívidos permiten entrar la luz por entre la carne de tus paredes e iluminar el interior de tus vitrales. ¿Podrías mirar tanta belleza? No, pensé. Tal vez con el tiempo, cuando la tierra socave tus ojos y te puedas mirar hacia adentro para revisarte el cuerpo caducifolio, rasparás las cáscaras de tu ataúd y atraparás con la mano algo del polvo de tu piel de mariposa.  

Recuerdo que ese día, un 23 de diciembre, hiciste la fila como todo el mundo. Debían ser unas cien personas esperando el tratamiento. El milagro de las agujas. Así lo llamaste cuando por fin te asomaste a la entrada. Miré tus manos proteger el vientre y la poca sangre que aún se mecía dentro de tu cuerpo. Te habían acuchillado varias veces. Habrá sido tu vulnerabilidad la que me causó tanta ternura, tu desprotección, tu nobleza de niño pobre. O tal vez, luego de vísceras y mares de sangre vivos vi en ti la limpieza en los cortes de la muerte. Me inclino hacia mis más fuertes prejuicios y a veces creo que lo único que hice por ti no fue salvarte la vida; fue lo más espantoso, la más insípida de las caridades cristianas. Siento una obsesión en el pecho, un ancla sibila que adivinó mis soledades más hondas y alebrestó un deseo egoísta: mantenerte vivo solo para mi provecho. ¿Te vería de nuevo? Quizás no, pero podría imaginarte vivo, con los ojos llenos de fuegos y con la nariz fría mirando el mar desde un malecón.

Tomé la jeringa con cierta imprecisión. Mis manos temblaron y luego se desvanecieron durante un par de segundos. Fue una jornada agotadora: trescientas personas, cuatrocientas personas esperando el contra tratamiento para el V-1 frente al umbral. La gente. ¡Tanta gente y tanta vida! tanta vida disuelta entre las redes de la muerte. Un mar de bocas escupiendo dientes, saliva y gritos por encima de sus cabezas. Jamás temí, Sergio. Solo cuando llegaste y me miraste. Jamás tuve miedo de las multitudes sangrantes y desesperadas. Su fuerza estaba en mis manos, no en las suyas, pensé. Sus pasos son mis pasos; lo que ven, mis ojos; lo que escuchan, mis oídos. Todos son míos. Sus heridas largas y su carne colgando en harapos, la vulnerabilidad de su materia desvaneciéndose con los coágulos. Recordé a Cronos devorando a su hijo e imaginé a Goya dibujándote la sonrisa muerta.

De todos los demás solo tú caminaste erguido y pálido con el cabello aún brillante hacia la puerta.El dolor no te doblegó jamás y a cada paso veía una estela de átomos desprenderse de tu cuerpo, como si lo que te quedara de vida le perteneciera al aire. Volarás en átomos, te dije, pero no me oíste. Mientras los demás se derramaban en ruegos, imploraciones e insultos, tu dignidad caminó en silencio. Entonces te tuve frente a mí, con los ojos hinchados de rabia. Tu mano temblaba apretando con fuerza el vientre. Me preguntaste ¿me va a matar?  Uno. Dos. Tres. Entrar. Cerrar. Morir. Mirar.    

 M.C.B.W

Copia del original. Carta a Sergio. Paciente Número 324 Hospital General. Recuperado 05/05/33

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PERFIL
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Soy profesor de inglés y filosofía. Los mejores jueces de mí y mi trabajo son mis estudiantes. Ellos y mis viajes han nutrido de carne mis historias; unas reales y otras ficciones. He trabajado en Barranquilla también como profesor. Gracias a esa experiencia redacté uno de los premios ganadores del Concurso Nacional de Cuento.

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