Recuéstate sobre lo que te queda de cara, sobre la media luna que te ilumina el rostro de azul. Abre los ojos y verás. Las hormigas ven cada brizna como un árbol y el césped como extensísimos bosques que cubren miles de hectáreas. Eres un gigante caído. Eres un gigante levitando sobre las copas de los árboles que miran las hormigas y se imaginan que tú eres: una inmensa nube color azul.

Ahora cae una gota de sangre desde la comisura de tus labios sobre la copa de los árboles. Ahora llueve mucha sangre. Es como recibir gotas de la menstruación de Dios sobre la cara y desde lo alto de sus túnicas. Intenta ahora incorporarte y caminar. El peso del golpe aún no te deja andar y las hormigas siguen a la expectativa de que despejen las nubes.

Caíste bajo el cielo y sobre el césped como una sombra con los brazos abiertos y las  piernas en ángulo agudo. Eres un derrumbe humano sempiterno. Las hormigas te miraron caer durante horas y con sus mandíbulas abiertas observaron cómo coloreabas de azul el cielo. Para ti todo fue un segundo. Durante las horas que tardaste en caer y manchar los árboles una lágrima cayó desde lo alto en un segundo. Sería Dios, llorando tu desplome.

La fuerza que te ha lanzado con el lomo de la honda de su látigo ahora descansa sobre tu espalda. Y tu cara de luna azul. Y ahora pregunto, desde mi percha sobre la copa de un árbol, qué empujón puede desorbitar de tal forma el equilibrio. Qué fantasma no viste. Qué te lanzó contra el aire que se abrió como un camino de bailarinas para permitir tu paso hasta el suelo. Yo no lo pude ver.

Habrá sido un rayo invisible. Padre de un trueno mudo que tampoco oí golpear tu espalda con ramalazos de luz. Pudo ser un zarpazo. Tal vez un tigre aguardó con espuma entre los dientes y con las garras negras hundiendo tu cara te atravesó la piel. Quizá fue el viento que sin barreras ondeó los troncos hasta que no pudo evitar encontrarte en su camino. Cierro los ojos y pienso. Camino sobre mi percha con las alas pegadas al lomo de plumas y recuerdo saber quién causó tu caída repentina.

Fue Dios desde lo alto, que avergonzado de sus lunas, te propinó un golpe para verte sangrar sobre la tierra. Es un padre con su hijo. Le obliga a hacer lo que él nunca quiso y pudo hacer mientras velaba el pudor de su raza: menstruar sobre todos los hombres. Y ahora tú botas sangre por la boca y por los cortes de tu cara de luna azul.

Eres un milagro gigante. Comprendo la violencia de tu dios, su vergüenza y su envidia; su rostro escondido entre la fronda de los helechos. Lejos de su trono marmóreo. Ese lugar entrenubado y pétreo desde donde ser un hombre sensible a la propia sangre es tan difícil. También sangró Cristo sus estigmas.

Dios recordó el curso de los pudores de su cuerpo y su horror a abrir las piernas y manchar su túnica. Tampoco piensa manchar su barba. Ahora tu sangre cae con la gravedad del suelo para Él, que teme tras las ramas, hilvanando la trama de sus miedos. Le enseñas a ser varón. Tú sangras su menstruación sobre los árboles y él llora tus lágrimas sobre los hombres.