Recuerdo bien cuando compré el libro. Recorrí varios pasillos de una librería en el centro de Bogotá, buscando textos que me acercaran a la enfermedad mental. Historias cercanas gatillaron en mí un interés que ya se venía cuajando desde hacía meses. Llegué con una lista de libros sobre el tema, pero, o no estaban, o eran muy costosos. Como último recurso le pedí el favor a uno de los auxiliares que me trajera todos los libros que trataran el suicidio. Me senté frente a una mesa y esperé. Uno a uno, los libros fueron llenando el espacio. De todos los títulos que vi, me llamó la atención uno en particular: «Suicidios ejemplares» de Enrique Vila-Matas.
El texto, en palabras del autor, sirve de cartografía, de mapa de ruta para que el propio Vila-Matas entienda sus proyecciones más secretas sobre un tema tan aparentemente oscuro. La compilación de cuentos de «Suicidios ejemplares» son marcas sobre un mapa que busca, además, permitirle al lector entregar y proyectar al libro su propia experiencia sobre un tema tan cargado y chuzado por la ciega dicotomía entre el bien y el mal.
Afortunadamente «Suicidios ejemplares» se desubica de estas dos posibilidades. La pesadez típica que se le ha achacado al suicidio se transforma y se hipertrofia por la cotidianidad. Los personajes de Vila-Matas administran lavanderías, trabajan en museos o son marinos. Son seres humanos que transitan vidas tan parecidas o tan distintas a la de cualquiera de nosotros. Es gente que uno podría encontrar por ahí, o gente que uno se imagina pueda existir. Entre un personaje y otro, y entre una y otra experiencia del mismo personaje, fluctúan la realidad y la ficción. Esta característica sincrónica multiplica las aproximaciones que el lector pueda tener de un personaje y los posibles diálogos que puede entablar con él. Nadie en el libro es un suicida, ninguno de ellos cabe en una categoría. Como cualquier persona, Vila-Matas crea seres humanos desde un conjunto de eventos, de encuentros y de formas de ver el mundo. El suicidio y las actividades relacionadas a éste, se suman a la vida de quienes se piensan entregar a él. El suicidio es una actividad más dentro de la vida que, como muchas otras, linda y limita con los bordes sensibles y creativos de los personajes. Para Rosa Schwarser, por ejemplo, la sola idea de ingerir un veneno se convierte en una alternativa diaria que le imprime emoción a su desagradecida existencia de mujer casada. Para el coleccionista de tempestades jugar con la vida y escapar de ella se convierte en una obsesión que lo mantiene en un estado de reinvención constante. Hombres grandes como el pintor Panizo del Valle se entregan a la muerte frente a la espesura de las junglas babakuanas, mientras Ana María, como de costumbre, habla con su abuela sobre Fernando y el amor que se va muriendo.
Al final, no es el tema del suicidio lo que impacta, sino el poder creativo de las ideas. Allí, siento yo, está el regalo más bonito del libro. Vila-Matas le entrega luz y color a un tema que aflige, una idea que desmorona y que muchas sociedades han cubierto con caperuzas negras. Pero el suicidio, como idea y como acto, es susceptible de ser recreado y transformado. Es la posibilidad de reconocer en cada uno la hiperventilación más profunda, los límites y los desbordes mentales que cada uno alberga. El suicidio se convierte en una estética; la dosis homeopática de veneno que embellece vidas marchitas que han encontrado en el frenesí cardíaco de enfrentarse constantemente a la muerte la posibilidad de explotar en vida. La sola idea de vivir y masticar una posibilidad irreversible mantiene a cada cuento recorriendo una ruta, una cartografía mental de sí mientras explora la posibilidad de vivir una vida diferente. Por eso son ejemplares estos suicidios.