Prometo convertirme en una torre de hombres que suban por mis piernas. Los habrá de todos los tonos y colores. Algunos tendrán la espalda acebrada y otros pintada de trazos de leopardo. Cerca a mis tobillos los brazos tendrán escamas de serpiente. Serán láminas de acero contra el brillo del sol. Por dentro son como todos. Son escamas de carne humana. Vigilaré mis pasos con cada par de ojos que cuelga de mis muslos. No las necesitaré, no. Ya no más manos. Para accionar el movimiento de mis músculos se aprietan todos los puños de todos los hombres para levantar una pierna. Para descargar el peso a tierra se abren las palmas y cae la pierna, completando un paso. Cada hombre ha entregado su voluntad a mis piernas pesadas y tensas. Avanzan lentamente, como corriendo el mar a cada paso; dos anclas despojándose de arena, tiburones y ballenas para poder avanzar en el océano.
Soy una torre de hombres. Y como cualquier torre no tengo brazos. Ya no los necesito porque ya no están conmigo. No vuelven a acariciarme la cara con sus manos cuando esté triste y esté llorando. Las manos no recogen mi cuerpo cuando me sienta cayendo de la angurria sobre los platos de comida que ahora devoro. Muere el decoro, la delicadeza de los dedos al sostener una cuchara o una tacita de té. Tampoco puedo aferrarme a los árboles o a las barandas de los buses para no caerme. Y entonces pienso, ¿por qué me preocupa no subir un árbol? Cuando se es privado de cualquier facultad uno piensa en todas las cosas que no hizo y no podrá hacer, aun si teniendo esa facultad uno jamás pensó en ello. Yo jamás quise subir árboles y ahora no puedo treparlos cada vez que pienso en ellos.
Pero aun así fui siempre una torre de hombres que crepitaron y treparon por los muslos como escarabajos. Desde la planta de mis pies, pasando por mi torso y culminando en la cabeza, estoy hecha de hombres. Era una escena casi extraterrestre: caminaba sin brazos que me soportaran, pero de mí colgaban miles. No tenía la gracia de unas manos pero de mí se agarraban cientos de puños. Para mí fue un milagro llegar a extrañarme de ver extremidades en los demás. Era apenas lógico: tentáculos salpicados por vellos, lunares y trazados con venas largas. Caminar por un centro comercial en horas de la tarde un sábado era un ballet interminable de señalizaciones, indicaciones y señalamientos. Miles de tentáculos se movieron en carrusel frente a mí. ¿Qué fue lo raro? Claro, que yo ya no tengo brazos y que ellos tenían la facultad de utilizarlos. Pensé en señalarlos y nivelarme apuntándolos con mi lengua, pero ella nunca fue muy larga. Mi extrañeza insistió siempre. La gente fue muy rara. Frente a una aparente carencia se regodean y muestran lo que aparentemente tienen. Lo que ellos nunca supieron es que bajo mis largas faldas hubo siempre un ejército de brazos gruesos y manos levantándome las piernas porque era una torre de hombres.
Agradeceré infinitamente no tener más mis brazos aunque secretamente los llore y sienta que aún pulsan solos sus fantasmas en mis extremidades de fantasma. Agradeceré no tener los medios físicos para señalarme, para volver la mano frente a mí, apuntarme con el dedo índice y llamarme todo lo que los dedos y brazos que me señalan mueren por vomitarme encima. Agradeceré, mal que bien, no tener parte de mí para evitar tomar la justicia entre mis manos muertas. Tendré, eso sí, un remedio psíquico entre los ojos que me liberará de mis ausencias, brazos y manos que veré tan extraños en los demás: la extrañeza. Sin parte de mi cuerpo he aprendido a acostumbrarme a mí y desacostumbrarme a los demás. He aprendido a olvidar los brazos y manos que hace ya tiempo me sometieron contra el suelo y me cortaron los brazos de un banderazo. Ese día caminé con mis vellos largos en los brazos, las axilas y las piernas. Porque me gritaban piropos sucios y como no respetan les di en la jeta. Porque como dicen por ahí, no tengo pelos en la lengua.
Frente al silencio de la ausencia vasta con gritar al vacío de la ciudad. Ojalá desde un piso alto en un rascacielos. Cuando me pongo un vestido con hombreras anchas parece como si tuviera las manos escondidas tras de mí guareciéndose sobre mi espalda. La ventaja de no poseer extensiones físicas es recibir el inmenso regalo de poder proyectarlas. Mis brazos ahora son tan largos como yo quiero. Se extienden sobre la ciudad y la atraviesan como un tiro atraviesa un cuadro. Escucho a mis miles de hombres acariciándome las piernas con miles de piernas y brazos. Vivo la vida de una sapa cargando sus renacuajos. Atravieso la ciudad y escucho mis piernas. Avanzan entre la densidad del océano cantando con voces de los hombres y sus sirenas. Oigo delfines y ballenas cantándole a mi promesa. Soy una torre de hombres.