El lápiz de Manuel
Manuel no tiene a nadie. Necesita resucitar su cuerpo encorvado y sometido por la gravedad de sus huesos que ya no lo pueden cargar. Asoma sus ojos por encima de sus pestañas. Una paloma cuelga con su ala rota sobre los colmillos de las gárgolas. Pero no todo está perdido. El día de hoy dios, recordándolo mientras bajaba del baptisterio, le entrega lo único que lleva consigo. La caridad cristiana no es regalar a alguien lo que sobra, sino darle a alguien lo que necesita. Los excesos de dios, como los de cualquier cristiano, han anidado en su consciencia y en sus frondas de algodón por milenios. Él no obsequiará los bordados de Orly Cogan sobre las mangas de su túnica de tafetán que lo hacen ver más grande que las cúpulas que lo nombran al cielo. Conservará para sí los ojales de oro de su túnica y los botones de semillas amazónicas que le han regalado los indígenas. Desde sus largas enaguas de algodón egipcio él honra con su mano derecha despojarse de sí mismo para cuidar de otro. Abre una bolsa de terciopelo rojo con cordones de cuero y de allí saca un único elemento. Extiende su brazo de patriarca mientras sus mangas van atravesando la tierra entera y reposando sobre las nubes mientras bajan desde el cielo. Con la enésima fracción de su dedo índice toca la cabeza de Manuel. ¿Qué te ha dado dios? Un lápiz. Eso te dio. Tiene la punta de carbón y un borrador de nata.
Manuel. Levanta tu alerón de hueso y dale la cara al viento. Desde arriba todas las tejas parecen sonrisas invertidas. No te vayas a sentir triste. Es solo un espejismo. La tristeza de verdad está bajo la tierra, donde los cimientos y los muertos permanecerán eternamente sin poder moverse. ¡Qué tristeza! Pero tú, Manuel, puedes volar con tu ala rota. Ventílala a la brisa y abanica el aire púrpura que llega de la tarde. El sol es tu único aliado. Lo que dibujes con luz de día se verá y te acompañará. En las noches vivirás la soledad a la que ya estás acostumbrado. No existen soluciones absolutas. Dios no da a nadie más de lo que puede soportar. Tú ya has vivido de alas caídas. Pero tus élitros te elevarán de día para zumbar entre los arreboles de nube y lluvias. Imagínate. Tú te elevas con el sol mientras desde el cielo caen gotas sobre las hojas.
¿Qué dibujarás para acompañar tu espíritu durante las horas de sol? Siempre acavernaste en el invierno de unas alas de cuervo. Gotas de aceite negro parecían caer todos los días y veían depositarse en el fondo de tu vientre. Tú decías escucharlas en el silencio de tu sueño. Se fueron aplomando, estirando tu cara hacia el suelo y encorvando tu espalda. Eras más un soldado de plomo que un niño. Si algún día te rebelaste contra tus sátiros ellos te amedrentaron con pesadillas. La culpa de rendirte ante el peso de tus alas y la culpa de querer salir volando parecía ser tuya, Manuel. Pero ahora nada parece. Ahora la realidad es y está en tus manos. Con solo un trazo recibirás el calor de tu gloria, esa que dios regala a todos pero que pocos reconocen porque esperan que los ángeles derramen bendiciones inmerecidas. Ven Manuel, acércate al muro de la iglesia y saca el lápiz.
¿Qué dibujarás entonces? No hace falta que preguntes. Muchos piden profecías de sí a falsos profetas. Piden que les den lo que les ha sido robado por voluntad propia. He allí el engaño de la mirada. Le damos la facultad a ojos ajenos de hablar sobre nosotros. No pidas oro a los piratas. Tampoco pidas inspiración, porque ella no llega, como tus íncubos.
A lo mejor dios se equivocó dándote la facultad de utilizar tus manos. Por más que tengas el lápiz entre tus dedos solo tú podrás levantarlo. Dios se ha equivocado antes, con Adán, con Eva, destruyendo al hombre en un diluvio de cuarenta días. Tú no eres distinto o especial. Que dios te hable al oído no es de todos los días pero tampoco es algo de lo que se deba estar orgulloso. Si te enorgulleces, te desconcentras y no dibujas. Sigues mirando las tejas que te sonríen con tristeza. Ya ha pasado la luz y sigues a oscuras. El día se esconde y da sus últimas horas. El sol también baja su cabeza tras el iris de tus ojos. Miras el mundo desde la luna que se asoma fría sobre tu hombro y te recuerda el lugar que te aguarda. Tus nervios se ariscan como los pelos de un gato. El bosque recibe la noche a bocanadas. Los árboles se vuelven colmillos negros contra la luz de la luna amarilla. La lejanía de las estrellas no te acompaña. La luz de la noche solo se guarda para que los búhos vuelen sobre las alas de los murciélagos. En tierra, nada es seguro y todo está oscuro. Tu corazón también. Sigue goteando la brea sobre el cadalso de tu vientre. La agonía se vive toda la vida. No hay muerte súbita. Todo ocurre lentamente, del nacimiento a la vejez, hasta quedar inerte.
El frío de los pies te acuclilla contra la pared. Ojalá hubiera alas divinas que te cobijaran de la lluvia y el frío. Cerrarías los ojos y dormirías hasta la mañana siguiente. Pero la sombra de los ángeles cubriría tu cara y no te dejarían ver el sol. Qué peligroso sería que del cielo bajara un arcángel a luchar tus batallas. Eres un lobo libando la sangre de sus heridas. Vives arrinconado y, de tus ojos rojos arden saetas y sagitas listas a penetrar la noche. Desde la pelambre de tus orejas miras con enojo la libertad de las alas de quienes buscarían protegerte. Enherbolas atravesarían el aire y tu arcángel caería sobre la tierra como un palomo. Alanceas y rehílas envenenan los dardos de tu mirada todavía.
Mira Manuel. El mundo ha dado otra vuelta. Ahora asoma una claridad tímida. El insomnio miedoso de la noche da paso a la oscuridad del sueño tranquilo. Ahora que te vigila la luz y sus colores puedes descansar bajo la sombra de la gárgola. Cuando vuelvas a abrir los ojos abrirás la mano y allí estará el lápiz que dios te dio. ¿Qué vas a dibujar? No sabes. Tal vez un soldado que custodie tu noche, o un niño igual de temeroso a ti, que te recuerde hacia dónde caminas en cada ocaso. Quizá valga la pena dibujar un animal cualquiera, un árbol, bordear tu sombra o dibujar las gárgolas, las torres y las tejas de las casas.
La luz liviana solo florece tu angustia. Recibes flores y las marchitas. Abres los ojos y ves oscuro. No vayas a romper tu lápiz. El barro se acomoda en el capitel de las iglesias y enloda los dedos de tus pies para adherirte a la piedra. El viento sopla desde las torres y el campanazo de las doce quiere tumbarte al suelo. Si Midas pasara por allí habrías deseado que te tocara para ser de oro y no sentir nada. El tiempo va pasando sobre las columnas como la luz entre las rendijas de un zootropo.
¿Qué vas a dibujar? De repente respingas la nariz hacia el cielo. Tienes el cuello tenso y los labios entreabiertos esperando algo. Dios se acerca desde el bosque. Llega a la altura de las torres, baja la cabeza pasando por los arcos, más abajo cruza los dinteles y roza la boca abierta y muda de la gárgola. Ahora le hablas al oído.
-¿Tú puedes volar como una flor?
-No. No puedo.
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