Etelvina Acevedo preparó un manto negro para cubrir su cabeza durante la misa. Nazaret, su criada, se arrodilló para arreglar el dobladillo de los faldones para que no se ensuciaran camino a la misa de doce. La frigidez del corpiño siempre mantuvo el tronco de Etelvina por encima de su cintura, eliminando esfuerzos inútiles e innobles que no le correspondían a ella, que en calidad de matrona, no solamente requería mayores cuidados a causa de su edad sino que además, la vida le había enseñado, de camino al Club Social del Cocuy, que era preciso mantener la mirada siempre por encima de su hombro. Desde niña, en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús sostenido por las Hermanas de la Presentación, las monjas custodiaron sus maneras: de buen agrado, de la misma manera que los hacían con las hijas de las ocho o diez familias más adineradas del pueblo, le enseñaron que el esfuerzo no se encontraba en el trabajo, sino en la buena disposición tanto moral como física de mantener el alma limpia y alejada de todo lo que le pudiera perjudicar. Si existía evidencia de que al alma la cobijaban los buenos aires de la moral, entonces debía ser el cuerpo el primer indicio de dicho estandarte invariable. Antes de abrir el portón de madera, Nazaret tenía el cuidado de tomar el aguamanil entre los brazos para que Etelvina lavara con cuidado sus manos. Si antes de abrir el portón de madera, Etelvina sentía la precipitada urgencia de orinar, entonces ambas se dirigían con anticipación al cuarto de la matrona. Etelvina había aprendido a prever el tiempo necesario para llegar justo a tiempo a su cuarto. Los largos faldones, las gruesas enaguas y los zapatos pequeños le impedían avanzar más rápido. Las capas de ropa, cuyo principal pretexto era proteger a sus amos del frío, escondían un oficio invisible y más siniestro. La necesidad de cubrir el cuerpo, tan natural para el hombre moderno,  había sometido a cada uno a los rigores morales de la vestimenta. El peso de los faldones requería, de forma anónima e inconsciente, que Etelvina caminara como quien pisa cáscaras de huevo y pretende no romperlas. La longitud de las enaguas y de los puños hasta las muñecas la guardaban de la suciedad del aire, de las moscas, de las flemas y la saliva que escupe la gente al hablar. La inutilidad de su cuerpo, su pasividad ceremoniosa, era sostenida desde adentro por un entuerto de hilos y fibras que, como máquinas, la direccionaban, la detenían, la sometían a lo que ella creía eran sus propias decisiones.

Para no ensuciar el dobladillo al hacerse de cuclillas sobre la bacinilla, Nazaret debía levantar los faldones de la matrona y postrarse de rodillas mientras su matrona apretaba las caderas y evitaba tocar el borde de la bacinilla con las nalgas. Más que nunca debía mantener la columna tiesa como una tabla, para que los nudos apretados del corpiño y sus bordes metálicos no le rasparan la espalda y le dejaran cicatrices innecesarias en las caderas. Nazaret tenía como única condición que los faldones y sus enaguas no subieran más arriba del límite que separa el zapato y las medias de seda. Cuando Etelvina no se daba cuenta de que por la incomodidad y por el afán de mantener la falta lejos de la mugre se dejaba ver una pálida sombra de su piel, Nazaret se ruborizaba y escondía los ojos detrás de sus mejillas.

Orinar era un momento tenso y delicado. A Etelvina siempre la avergonzó tener que ocuparse de tan impúdicos inconvenientes. Su cuerpo se convertía en un obstáculo para realizar la obra inmaculada que ella se supone estaba prometida a realizar. Ni los corpiños más enderezados ni sus manos estériles de cualquier resquicio de mugre podían evitar que tuviera que vaciar algo de sí misma y de la peor manera. Tanto esfuerzo le recordaba lo entregado que estaba su cuerpo a sus guantes, moños, nudos y dobleces que hacían las veces de compresa para mantener erguido un cuerpo incapaz de soportar su propio peso, no solamente por la falta de fuerza física sino por la vergüenza que, a pesar de todo, ella sentía de sí misma al darse cuenta de que por más que se esmerara, era poco lo que podía hacer frente a las urgencias que naturalmente le solicitaba el cuerpo. Siempre temía caer como una cortina, desparramada sobre la bacinilla luego de perder todo equilibrio por ser incapaz de ubicar las fuerzas necesarias para mantenerse en cuclillas durante unos segundos más. Antes de sacudirse en un último intento de obviar esos episodios asquerosos de su propia intimidad, debía hacer acopio de todas sus fuerzas y balance para, que esta vez sí, su cuerpo fuera capaz de levantarla, aun a pesar de ella tanto le recriminara tenerla allí, frágil y vulnerable sometida al escarnio de una criada, sometida a las porquerías de su intimidad. Parecía que su cuerpo se vengara obligándola a perder el control sobre sí misma, despojándola de sus estandartes morales que en esas circunstancias eran incapaces de mantenerla por encima del hombro de los demás.

Ya en la calle, tanto Etelvina como Nazaret caminaron hasta la iglesia. Ella, Don Puno Carreño y Elvira Carvajal, otros miembros del Club Social, eran los únicos que podían usar el andén. De ser necesario, quien se encontrara con ellos, debía besar su mano derecha y apartarse del andén para no interrumpir su paso. Por comodidad y obligación, Nazaret debía caminar unos centímetros más abajo que su matrona, sobre la calle, cargando el tapete y la silla de Etelvina para que ella se pudiera sentar durante la misa y arrodillarse para persignarse, para pedir perdón por sus pecados terrenos y escatológicos, pensaba Nazaret en secreto y con cierta sorna. Si bien su cuerpo de cascorva y su espalda tullida la tenían doblada, Nazaret jamás envidió a misiá Acevedo. Los delantales que con tanta caridad le regalaban los Acevedo para cubrir su fealdad y sus deformidades con la excusa mentirosa de entregarle algo de dignidad a una persona que aparentemente carecía de tanto y solicitaba a gritos –o más bien, Dios había hecho su necesidad evidente a través de sus malformaciones y huesos ramificados-, tenían sin cuidado a Nazaret.

Por aquellos días Libardo Suárez, un joven médico recién graduado de la Pontificia Universidad Javeriana, había vuelto al pueblo para ejercer su profesión y casarse con Elvira Carvajal. Cuál sería su sorpresa al enterarse por boca de los Leal, fundadores del Club, que aunque pudiera contraer matrimonio con una de las familias más ricas de la provincia de Gutiérrez, su entrada al Club Social estaba prohibida. Libardo era hijo de un campesino entregado al trabajo que logró, con dificultades de sobra, costear los estudios y darle a su único heredero un título universitario, Pero para Libardo No todo estaba resuelto. Su cuerpo, de nuevo, se convertía en el primer impedimento para seguir avanzando en ese proceso tan particular de acumulación de nobiliarios, mobiliarios y besamanos que suponía la única manera de, así fuera desde el fuero simbólico, arrancar la tierra labriega y más oscura de su sangre y, ojalá un día, eliminar los gestos y futuras arrugas que su padre le había heredado luego de años trabajando el campo.

Él sí tenía por qué temer. La calidad de sus fórmulas y el tiempo de su estudio eran dardos inútiles para romper la parentela que, creían los Acevedo, era infranqueable. Las miles de cucharitas azucarera de plata, el mismo azúcar refinado que se producía en Venezuela y los pianos junto con los muebles traídos a lomo de mula a través del barro que por entonces conectaba al pueblo con el mar Caribe y sus prodigiosas importaciones europeas, eran prueba fehaciente de que, a pesar del estado de salvajismo al que se vieron sometidos unos cuantos elegidos de entre un rebaño de tullidos con ruana, la modernidad y su civilidad sí eran capaces de conquistarlo todo. Allí radicaba la fuerza material y física de quienes ennoblecieron sus costumbres y actitudes por encima incluso, del sentido común –tocar el borde sucio de los propios orines con la nalga, por ejemplo-. A tal vergüenza se veían expuestos estos nobles con capas de frailejón que confundieron el trabajo de las manos con la estupidez más grande. Más bien prefirieron cubrirse el cuerpo, sus casas, sus fincas y sus andenes con precavidísima minuciosidad: cada tacita tiene un lugar en la casa, cada mano debe colocarse sobre la pierna de cierta forma, sin arrugar el pantalón o el vestido, pero sí dejando ver cierta informalidad en los pliegues, como quien ha naturalizado a tal punto su obvia superioridad que se siente cómodo entre las prietas destinadas a controlar y ahogar cualquier impulso sugerente de generaciones que sin las arandelas a cuestas, sí habían logrado cierto bienestar desde la honestidad consigo mismos y su trabajo con la tierra. Pero fueron precisamente ellos, los bisabuelos de Puno Carreño, quienes en plena facultad de su conciencia, decidieron humillar su cuerpo y no mirarlo nunca más. Optaron por adornarse de sus mejores telas y más finas maderas y carraras, entregando su virtud más blanda, la sensibilidad corpórea de su carne, a la primera polilla que quisiera comérsela.

Ya frente a la iglesia y con los moños de satín cubiertos por una delgadísima caperuza negra, Etelvina y Nazaret saludaron a varias personas. Los secretos, los ademanes y las señoras y sus esposos fueron entrando por el atrio de la iglesia para acomodarse en las bancas, acomodar las sillas y esperar a que las criadas postraran los tapetes frente a los zapatos. Entre los recién acomodados estaba Libardo Suárez, aún no muy seguro de qué banca ocupar. Etelvina miraba su torpeza de reojo, inspeccionando, rebuscando cualquier indicio que le permitiera someterlo más al escarnio de su juicio y, en consecuencia, a los comentarios mordaces de las señoras del Club Social. Afortunadamente para ella, no existía la posibilidad de que compartiera la banca con él. Se aventuró a pensar que era una cuestión meramente práctica: ella traía una silla consigo donde solo se puede sentar una persona. La tranquilizaba guardar para sí el espacio necesario para reposar sus capas de ropa. Cuando vio a Elvira Carvajal le sugirió sentarse junto a ella. En cuanto a Libardo, le mostró, con voz muy dulce, que había un puesto vacío detrás de ella. Sin sentirse del todo tranquila en su posición, lo único que pudo hacer fue mirar extrañada al suelo. Una ligera incomodidad pudo acaso, en ese momento, despertar su conciencia. Afortunadamente para ella, se repetiría después, sobre su lado derecho siempre se sentaba la hermana María Luisa Carreño, quien pudo notar, en medio de una paz jacobina, el creciente peso que la señora Acevedo sentía en su pecho. Con la seguridad de quien conoce y confía en el estado actual y natural de las cosas se acercó a su oído y le recordó que había gente que era de azúcar, y había otra que era de panela.