Cayo Acevedo frotó su bigote con una servilleta de tela. Elena Hende, su esposa, lo miraba desde el marco de la puerta, esperando una respuesta. Cayo dejó de mirar el fondo del plato que tenía en frente y miró las baldosas del suelo. Aún se sentía el olor a mazamorra en el comedor principal de la casa. Por la ventana entreabierta llegaban los zapateos presurosos de los niños que bajaban a la plaza para tomar el camino al colegio. Ese día comenzaban las clases, pero ni Cayo ni Elena sabían a dónde mandar a su hijo Gustavo a estudiar.
Con las monjas ya no podía entrar a estudiar. No había cupo, y por más influencias y reuniones que Cayo tuviera con la Madre Superiora y rectora del colegio, Soledad Eslava, era improbable que a su hijo le permitieran entrar. A quien madruga, Dios le ayuda, fue la respuesta de Eslava cuando, dos semanas antes de iniciar las clases, Elena entró por la puerta de la dirección con los papeles necesarios para matricular a Gustavo. La sentencia irrevocable de Eslava dejaba en un limbo a los Acevedo, quienes solo tenían dos opciones que habrían preferido evitar: el colegio Celco, de los luteranos o la escuela pública. Optar por el primero habría sido visto como una afrenta directa a Eslava, a los Carreño, los Leal y otro cúmulo de familias quienes, confiados en su bondad católica apostólica, conocían los límites de la misma cuando, fuera por altivez o por necesidad, cualquiera decidiera alejarse de ella. Dios ya había castigado con severidad las indolencias de los infieles tantas veces que, a su paso por ese pueblo, pareció haber designado a quienes representaran su justo juicio en la tierra. El oprobio no pasaría desapercibido por las autoridades eclesiásticas y políticas.
Si bien el pueblo gozaba de cierta apertura por aquella época, y habían sido varios los masones que en vez de llamar curas traían notarios para ultimar detalles antes de su último estertor; y a pesar de los varios luteranos que profesaban su fe a apenas cuadras de la iglesia católica que se levantaba en la plaza, justo frente a las casas de los libaneses -cristianos menonitas como los Name y los rebautizados Mendoza- que llevaban casi tres generaciones de vivir allí- sí existía un sectarismo pendiente sobre cada una de las cabezas de los habitantes del pueblo, una llama de color distinto dependiendo de a qué credo le debieran su obediencia. La única línea sobre la que las matronas y curas estaban de acuerdo podía ser trasgredida, y más en un alarde de modernidad que por una franca apertura y necesidad de cambio, era la movilidad social. Castigada de reojo en la calle, pero lícita para la institucionalidad, era la manera como tantos hombres y mujeres de distintos credos se habían hecho a su fortuna logrando cierto nombre y respeto de los mayoritariamente católicos, quienes alardeaban de su precoz aceptabilidad de la diferencia, tan distinta a la de otros pueblos más pequeños y tímidos que no sabían cómo responder ante la avalancha modernizadora de enceres importados y gentes distintas que llegaban al pueblo.
De esta flexibilidad económica tuvieron que sacar provecho los Acevedo para que Gustavo entrara a la escuela. Ante la infranqueable armadura de la sangre, el niño podría mezclarse con los demás sin sacrificar la educación recibida en casa. Además, podría mantener su fe intacta en la escuela pública –de mayoría católica-único eslabón débil en su recién revelada conciencia.
A diferencia de muchos de los niños, Gustavo creció con pantalón de paño cuando iba a atender a misa los domingos junto con los demás niños que, por obligación, debían acudir a las siete de la mañana a la iglesia para organizar una fila donde Gustavo siempre era el primero por estar bien vestido. Rogelio Pérez, un excomandante que vivió la guerra civil a comienzos de siglo, era el responsable del segundo grado, año que cursaba Gustavo.
Todos los lunes el profesor Pérez pasaba revista de quiénes habían asistido cumplidamente a la misa del domingo. Para ubicar fácilmente a los indisciplinados, Pérez les ordenaba a los alumnos decirle el nombre y el apellido de quienes estuvieran ausentes el día anterior. Los niños no tardaban en soltar nombres al unísono, buscando el beneplácito del profesor, una esperanza lejana que aquellas acusaciones les salvaran de cosas peores durante las horas de clase con el excombatiente. Pedraza, hijo de una tendera, se enorgullecía de menospreciar a Gustavo y su pulcritud. Buscando su castigo, le dijo ese lunes a Rogelio Pérez que la única persona que no fue el día anterior a misa había sido Gustavo. Grave error, porque si había alguien de quien el profesor Pérez se acordaba, era de los Acevedo. No sería Gustavo quien recibiría el castigo, sino Pedraza. A la orden de Pérez, todos los niños se alejaron del centro de patio y se acomodaron bajo los arcos y contra las columnas de los corredores que rodeaban el patio. Pérez le entregó dos ladrillos que el niño tuvo que sostener con ambas manos. Arrodíllese, dijo Pérez.
Pedraza, arrodillado, tuvo que caminar con ambos ladrillos en las manos hasta completar por lo menos tres o cuatro vueltas al inmenso patio del colegio. Para mayor vergüenza, a todos los demás niños, so pena de correr con la misma pena de no seguir las instrucciones que daba Pérez, estaban obligados a indicar a Pedraza con su dedo índice y a repetir en coro: el demonio en la oreja te está diciendo, deja misa y rosario y sigue durmiendo.