Su nariz pareció volar en miles de colores. Nunca había visto tantos tonos distintos de rojo. Vino tinto, medio tinto, rojo áspero y lava líquida; hilos púrpuras y trazos rosados. Si la ira tiene una cara amable es esta: disfrutar de su desenfreno y extraer del sufrimiento ajeno una suerte de estética que corre en cámara lenta, mientras yo, parado delante de él, voy transformado la ira en angustia y finalmente en culpa. Miro hacia arriba. Hay un árbol detrás de mí que lanza sus ramas llenas de hojas que tapan porciones del cielo y sus nubes. Quisiera caer en un lugar común a propósito para evitar la necesidad del perdón: cada vez que llueve es obvio decir que el cielo llora. ¿Quién o qué lo habrá golpeado?

¿Qué se sentirá golpear a alguien en la nariz con tal violencia que de sí se desprenda un arcoíris? Ahora, evadiendo la culpa pienso que a lo mejor uno o varios se someten a semejante dolor todos los días. Si fuera un buen cristiano y no golpeara a mis semejantes diría que los ángeles suben desde el purgatorio al cielo a todas las almas para, dicho sea de paso, purgar sus penas. Merecen un par de golpes en la cara. Así los ángeles también se ocupan de su lado más humano, más animal. Parece ser que el arcoíris es un paréntesis, un estado liminal entre las nubes azules y atardecidas, entre el cielo blanco y azul, entre el silencio y la majestad de Dios y su corte. En el arcoíris los discípulos más fieles al Cielo tienen la opción de probarse hombres sin llegar a serlo. Es dormir borracho en una banca con una botella del mejor coñac sin ser un vagabundo callejero. Al otro día los ángeles cuentan con cierto pudor sus atrevimientos y desatinos de la tarde lluviosa del día anterior. Quizá hubo varios que no acertaron un buen golpe, pero que sí lograron dejar un par de moretones. Otros seguramente rompieron tabiques y se encuentran orando a los santos. Hay ángeles que han disfrutado los golpes y, en la privacidad de sus celdas, no saben si arrepentirse o disfrutar de haber acariciado el poder que en últimas jamás les será concedido.

Yo quisiera pensarme como un ángel. Quisiera que mi rabia solo fuera un pasatiempo, un abrebocas a mi animalidad más primitiva. Quisiera encerrarme en mi cuarto y creer que con dádivas y padrenuestros puedo enmendar esta sensación de culpa. No busco corregir el dolor del otro, no busco fijar su tabique de nuevo en su sitio o devolverle la sangre que ha derramado en una copa para que no se desperdicie. Busco más bien mi propia redención. Quisiera quitarme esta mortaja de los hombros, sacudírmela de encima y mirar en un par de meses hacia atrás para decir que fue todo un malentendido, nada que no se haya resuelto hablando: él me perdonó porque sabe que necesito su perdón, no su bienestar. Él se apiadó de mí y se acercó con saliva roja en los labios y me dijo que tranquilo, que todo está bien, que ya puede sentirse bien. Sí, yo sí quiero poderlo golpear cien veces y cien veces ser perdonado para recibir su aprobación.

O bien podría esperar a que él se acerque a pedir perdón. Si sus ojos se dilataran tras películas de lágrimas por poner a prueba mi desenfreno entonces podría perdonarlo y evadir la culpa que siento ahora. Pero ¿Al juicio de quién entrego esa mancha de maldad de la que aún soy culpable? Necesitaría que otro reconociera mi propio dolor, necesitaría ser infantilizado y esperar que me recuerden que esas cosas pasan, que una mano bondadosa acariciara mi cabello y me recordara que siempre habrá otros momentos para no maltratar a los demás. Me duele el puño de la mano. Apenas siento que ahora se inflama. Siempre he volteado la cara y acercado mi nariz al hombro izquierdo mientras miro hacia el suelo porque soy un evitativo crónico: para mí es más fácil confiar mis actos a los otros. Otro es el culpable de mi ira, otro me libera de mis errores.

Su sangre sigue elevándose sobre mi cabeza, como los arcoíris. Parecen aviones de guerra regando el trazo de la sangre de sus enemigos. La culpa sigue ahí.

Ahora apenas comienza a entreabrir los ojos. Su cara se conmueve lentamente. Su cartílago se mueve como una gelatina y sus pómulos tiemblan como un lente enfocando. El dolor invade su rostro y aun no es capaz de responder con un insulto, con otro golpe o con el retraimiento. Ojalá sea esto último. Prefiero que se retraiga y que no me golpee de vuelta. Tengo miedo de que me haga daño.

No soy un hombre malo. Quisiera que un ángel de esos bajara y me elevara a donde pertenezco. La maldad es la mentira más grande. Tengo miedo, pero no por eso me trasvierto en un ser oscuro que desea el mal a otro. Sentir rabia no me condena, golpear a otro no me condena. Si siento remordimiento y culpa no puedo ser entonces un animal negro revestido de colmillos y espuma. Podría golpear a diez más, pero la culpa, aunque aguda, me salva y me recuerda que la maldad en mí es apenas una raya de carboncillo sobre hojas blancas.

La maldad es un instante, una fracción del tiempo que se concreta en una acción, en un puño que se moraliza: si me golpea es malo, si me sana es bueno. Y ¿Qué hay de aquellos sanadores que duelen a sus pacientes? Solo por buscar el bienestar de otros no me gano un lugar a diestra de Dios padre. ¿Cuán mal hablan los médicos de sus pacientes, los maestros de sus alumnos, los padres de sus hijos y luego regresan sus rostros llenos de ternura hacia esos desaventajados? Lo mínimo que me puedo agradecer es la coherencia de mi acto, mi pensamiento y mi palabra. Digo que siento rabia, reacciono con la misma intensidad y mi mente está concentrada en, precisamente, el daño mínimo que el otro se merece. Si lo bueno es ser coherente, yo he obrado bien, quien ha moralizado mi acto es este hombre frente a mí ¿Quién es el malo ahora? ¿Soy malo por cuidar de mí? O ¿Lo soy acaso por dejar de hacerlo y permitir un golpe? En este último caso el malo sería él, pues no supo cuidarse y salvaguardar su nariz. Yo soy inocente de toda maldad, en tanto que he sido generoso y he entregado a terceros la facultad de hablar en mi lugar. Frente a la culpa que siento no pido perdón, sino que me perdonan; frente a mis actos, he sido coherente, y quien quiera decidir si romper una nariz es bueno o malo lo puede hacer.  La culpa me acompaña y recuerda mi sensibilidad hacia los demás, no una acción moralizada por extraños, una acción limpia de juicios ajenos, que es como las avalanchas, que no son malas en sí mismas; los incendios, que no son malos; los huracanes y los tifones, que no son malos. ¿Cómo voy a ser malo yo si le he regalado al mundo un arcoíris?