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Tus pies caen quemados sobre el suelo metálico. Tus manos pierden su color y rasgan el humo con las uñas. Tu cuerpo se evapora y, a pesar del humo, una mujer alcanza a reconocer tus ojos. Son dos pelotas lechosas a punto de estallar, atrapadas entre tus venas rojas que parecen adherirlos a tu cara, como redes de telarañas llevándose tu mirada al fondo de un abismo. Tú ya no ves nada, ya no escuchas nada: no ves tu espalda caer sobre el suelo metálico, ni escuchas tus piernas ceder ante la gravedad. Una ventisca revuela el humo y parece elevarte. Parece ralentizar tu caída con sus hilos de marioneta, halando fuerte tus dedos en todas las direcciones. Caes al mundo con el peso de tus piernas y las manos abiertas. Ya no escuchas los gritos entre el humo, ya no ves las caras desfiguradas que han tenido la mala suerte de estar vivas y ver el día de tu muerte. Los hombres caen como moscas y no pasa nada, dicen algunos al escuchar la noticia en televisión. Para mí, tu condena tan prematura fue un choque de vida demasiado intenso. Quiero imaginar que si fueras más adulto quizá habrías soportado la descarga y yo estaría sufriendo durante menos tiempo.

Mucha gente aún no entiende en qué momento llegamos a imaginar un final tan triste. Nadie creyó posible que el sueño de un ex candidato, ese de electrocutar a los estudiantes que protestaban la ley general de educación por allá en el año 2011, se fuera a hacer realidad de la mano de otro burócrata, otro tinterillo de Palacio, otro ex candidato que, no pudiendo ser presidente, tuvo que resignarse a ser alcalde.

En Bogotá hay unos buses rojos y feos que se detienen en unas estaciones que parecen hechas de papel aluminio. Es como un metro, pero con semáforos; es como un metro, porque carga mucha gente; es como un metro, pero no es ni elevado ni subterráneo; es como un metro que se mueve con diesel. Es como un metro porque todos deben pagar un pasaje para entrar a la estación. Es como un metro, pero más barato. Y es como un metro también porque todos los días cientos de personas pasan por encima de los torniquetes de registro. Es diferente, ahora sí, porque hay muchos otros que atraviesan las avenidas exclusivas de los buses y se suben a las estaciones sin haber pagado.

Luego de hacer unos cálculos inexactos el alcalde no admite que existan más colados en el sistema. Es imperdonable. El sistema sangra por una herida financiera que lo tiene al borde del colapso. Menos dinero por pasajes no pagos y el transporte en Bogotá se va al carajo. De nada valieron campañas mal diseñadas, presupuestos mal invertidos en carteles inútiles y guardias de seguridad privados y policías. La frustración de la administración local y la ineptitud de cientos de funcionarios exacerban la rabia del alcalde. Necesita culpables que no lo rodeen, que no pongan en duda sus malas decisiones. Él necesita validarse con el error de otros porque no fue capaz de lograr nada en virtud de su posición para garantizar un sistema de transporte ordenado y bien administrado. Una vez se él da cuenta de que sus ideas no son tan buenas, toma decisiones relámpago. Son descargas eléctricas que ajustician a los nuevos culpables de que el sistema esté desintegrándose: los colados.

Y entonces el hilo lógico de la administración es el siguiente: quien sea capaz de pagar su pasaje no pone en riesgo su vida y como consecuencia también aporta al sistema de transporte. Quien no paga el pasaje y salta los torniquetes, o peor, cruza las avenidas para subirse a las estaciones, a lo mejor tiene poco dinero, lo que en otras palabras solo significa una cosa: los colados en el sistema no solo ponen en riesgo su propia vida. Ponen en riesgo las finanzas del sistema y lo que es peor, ponen en riesgo la vida de los demás pasajeros, porque quien puede pagar un pasaje, tiene ingresos. Quien no puede y entra al sistema ilegalmente debe estar buscando dinero. El colado es además de pobre, ladrón. Esa es la paria, la lumpen que se adhiere a los subsidios pero que insiste en socavar lo poco que sí logra poner en marcha la ciudad. Son ellos los que con una sonrisa atravesada en la cara se burlan de quienes sí han pagado ya sea porque no pueden atravesar avenidas o porque sencillamente es mucho trabajo hacerle trampa al sistema y prefieren subir el puente peatonal. Habrá otros que creerán en la rectitud, en la honestidad, y comparan sus valores inquebrantables y rectos con la rigidez y obligatoriedad del sistema burocrático, de los edificios que también son rectos y rígidos, de las cabinas rectangulares de los buses rojos, de las hojas limpias y rectangulares sobre las que escriben sus firmas cuando llegan a trabajar todos los días. Hay otros que pagan el pasaje por físico miedo. Porque el dolor de la indisciplina no solo está en la conciencia sino que, gracias al alcalde de turno, se ha convertido en un dolor físico.

Unos segundos antes de que uno de los articulados llegue a su estación correspondiente se abren las compuertas de las estaciones. En ese instante se extiende una película eléctrica entre puerta y puerta que solo desaparece cuando las puertas del bus se alinean con las compuertas. Quien quiera colarse en el sistema recibirá inmediatamente un choque eléctrico. Pero tranquilos: no es una descarga mortal, dicen las autoridades. Es apenas la somatización del miedo y la interiorización de la disciplina. Así se ordena a la gente en las cabinas rectangulares de las estaciones y los buses. ¿Quiénes pueden estar tranquilos? Quienes hayan pagado su pasaje, quienes por cualquier razón del mundo hayan decidido ubicarse dentro del sistema: por convicción, por miedo o por pereza. Quienes perderán la contienda serán los colados, los posibles ladrones que, sin tener ingresos suficientes, por no querer gastar dinero o por rebelarse irracionalmente contra la racionalización y ordenamiento de los cuerpos se saltan las reglas y se suben a los buses. Ellos aleccionan públicamente a los demás sin necesidad de aumentar el pie de fuerza con policías y guardias privados. Por fin, algo que entendió el señor alcalde. Pero ¿Qué pasó contigo? Tú pagaste, rotaste los torniquetes luego de haber colocado la tarjeta sobre el censor. Justo antes de subirte al bus esa película invisible y eléctrica que se abría frente a ti olvidó desaparecer. Fue un error de la máquina, del operario o de la central de manejo. Es entendible y justificable. Cualquier estructura trae consigo quiebres implícitos, ranuras invisibles por donde entran colados o caen muertos.

Atravesaste una nueva dimensión. Esta es una boca eléctrica que no tiene dientes y que comenzó a quemarte todo el cuerpo incluso antes de comenzar a digerirte. Miles de rayos atravesaron con luz todo tu cuerpo. Tu torso, tus dedos, tu cara. De no ser porque todos sabían que estabas muriendo habrían creído que eras la resurrección de un dios milenario, levantándose entre los hombres. Un niño creyó que eras un superhéroe suspendido en el aire listo para volar como un cohete.

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Soy profesor de inglés y filosofía. Los mejores jueces de mí y mi trabajo son mis estudiantes. Ellos y mis viajes han nutrido de carne mis historias; unas reales y otras ficciones. He trabajado en Barranquilla también como profesor. Gracias a esa experiencia redacté uno de los premios ganadores del Concurso Nacional de Cuento.

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