Todas las guerras parten de un problema semántico, dijo Montaigne. Suceden cuando ya no nos podemos entender con palabras. Acaso la exacerbación de la violencia colombiana obedece a que se habla la misma lengua pero con espíritus distintos. Políticos, periodistas, guerrilleros, paramilitares, curas, militares, empresarios, mendigos, intelectuales etc., se conocen cada uno los secretos de su jerga y, por lo tanto, no pueden ocultar o disfrazar nada al adversario… Tienen que recurrir a otras cosas..
En una conferencia en la Feria del Libro de Bogotá, en homenaje a R. H. Moreno-Durán, el escritor mexicano Juan Villoro comentó que en ninguna otra ciudad los mendigos pedían limosna con tanta elocuencia. El auditorio apenas concedió una risa de rigor. Villoro se refería con cierta sorna a la tradición del «buen hablar colombiano». La fama se la debemos a Rufino José Cuervo por sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867), en que volvió a zambullir la gramática en la vida diaria después de los excesos escolásticos. Se pensó que los colombianos se cuidaban mucho en el uso de la lengua. Pero aquello del colombiano «bien hablado» deviene sofisma. Ya ningún columnista de periódico tiene prosa: escriben como notarios.
Esa tradición formalista colombiana, me sugirió una amiga francesa, consiste más bien en barreras lingüísticas que ustedes mismos se han puesto para vivir dispersos. En Bogotá los estratos se reconocen por acentos: la entonación cambia dependiendo dónde y con quien se está. Hay una vocalización de jactancioso artificio por parte de los periodistas de farándula: consiguen vocalizar de tal modo que nadie los pueda imitar, pues ellos mismos ya se auto-imitan. Entre los mandos medios impera, en cambio, la ambigüedad de baja o diluida tonalidad y acentuación: cuestión de inseguridad.
De niño viví en casa de varios familiares regados por Medellín, Cartagena, Cúcuta, Cali, Bogotá. Cuando cambiaba de ciudad, no sólo cambiaba de casa, sino que mudaba de aparato de fonación. Muy joven supe que no basta una misma lengua para la unificación de los pueblos. Un mínimo acento, un mero timbre de voz ya nos dice o nos susurra que somos diferentes de la masa parlante y, asimismo, similares a un clan, a una casta, a una cultura.
La observación de Juan Villoro me sorprendió discurriendo en el autobús. Se subía el octavo mendigo en el trayecto de cien cuadras entre mi trabajo y mi casa a exponer el mismo discurso de los otros siete. Los mendigos cumplen cierta función niveladora de hacer sentir rey al empleado de clase media por cuanto le piden. Se parecen al político dominador: ambos usan el discurso público. Es el juego de la democracia. Aturdidos por el tráfico y mortificados por burlones locutores de radio, esta vez, palpándose de nuevo los bolsillos, los pasajeros advirtieron la ausencia de monedas y, mareados por las vallas publicitarias y las propagandas de radio que también pedían y pedían, dejaron escapar balbuceos de molestias. El mendigo, herido en lo más hondo por el reproche y la indiferencia de su público, se dio a insultarnos como cualquier actor fracasado. Su insulto se trocó en soliloquio: «Piensan que pido por qué sí. Pues no. Mi papá fue un esmeraldero, sí, lleno de plata, y lo mataron de un tiro en la cabeza, ¡pum! Qué culpa que yo haya quedado en la calle. ¿De qué otra forma quieren que les venga a pedir sino expresándoles mi necesidad, mi desconsuelo, mi desconcierto por tanta injusticia? ¡Ah! Pero si no me van a ayudar para qué continuo insistiendo. Esta gente es ignorante, indiferente. ¡Viva el anticristo: 666! ¡Viva Adolfo Hitler! ¡Ah! Con razón Adolfo mató a tanta gente. Van a ver.»
Ignoró si aquel mendigo conocía la biografía de Hitler. También Hitler había comenzado mendigando en las calles de Munich hasta que se encontró con receptores adecuados y en el tiempo apropiado. La historia refiere que sucedió en una taberna (también Mefistófeles hizo su primera aparición en la taberna de Abuerbach), donde miembros del naciente partido nazi departían algunas cervezas. Después del show-cabaret se subió al escenario cierto hombre de bigotito ridículo, más bien bajo de estatura, algo chato – nadie menos arquetípico de la «raza superior» – a pronunciar, borracho, un elocuente discurso sobre la libertad de Alemania. «¡Nosotros!», gritaba, «humillados bajo el infame tratado de Versalles (…) somos la raza superior». El alcohol, que ya tenía muy animados a los militares y a los parroquianos que departían en esa taberna, se encargó de hacer más efectivas las leyes del perfecto orador tal como las estableció Cicerón: deleitar, conmover y convencer. Bien dijo Baruch Spinoza que sólo el facineroso y el ebrio se creen libres. Me pregunto por qué Nietzsche, tan furibundo contra la concepción cristiana del perdón y la lástima, no observó que la concepción del superhombre encarnaba perfecto en los mendigos: déspotas fracasados, opresores disimulados. Desde la antigüedad los más elocuentes se creen o se toman como semidioses. ¡Y qué importa si esa habladuría se ciña o no a la realidad! Las palabras nunca son las cosas. Pero precisamente mi investigación crecía estimulada por ese escepticismo. ¿Qué las palabras no son las cosas? ¡Ni que valieran las teorías de Saussure!
«Toda aqueza gentuza verborrágica
-trujumanes de feria, gansos del capitolio,
engibacaires, abderitanos, macuqueros,
casta inferior desglandulada de potencia,
casta inferior elocuenciada de impotencia -,
toda aquésa gentuza verborrágica
me causa hastío, bascas me suscita,
gelasmo me ocasiona:
mejores aires,
-busca, busca el espíritu mejores aires –
(…)
Y esa gentuza fonje, y esa xarra gentuza
nada me importa…
No es harto mejor la serena
vida interior, en el silencio, en el preñado
silencio, concitando las fuerzas ocultas?
No es el Verso una música de harpas,
Música de cristales, surtidor vidrioso?
(…)
Fosco silencio para el adversario
(…)
Y risa, plácida risa sonora
para la tontería circundante
y adyacente, – si no se sale de las lindes -.
Otrosí: el señorial papirotazo
al fastidioso zumbar de la mosca.
(…)
Música y Poesía sólo para los séres
de vibración sutil, para los séres
de pergeño sutil, de grávidos cerebros, de corazones francos.
Busca, busca el espíritu mejores aires.
Y yo me voy – Gaspar – con el morral de mi desprecio,
todo derecho, lógicamente, hacia el absurdo»
Adiós (…)
De Greiff, Variaciones alredor de nada, 1930