En el metro subterráneo de Ciudad de México, la metrópoli más inmensa del orbe, suelen subirse varios vendedores ambulantes. Algunos llevan oculta una grabadora entre sus maletines, y una vez el tren se pone en marcha, la prenden a todo volumen ofreciéndote discos compactos de todo clase de corridos, rock alternativo, cumbias, baladas, sinfónica, etc., hasta saturar el aire caliente del subterráneo con este mestizaje musical. También se suelen subir vendedores de periódicos “mamertos” con fotos del Che Guevara – la marquilla más capitalista del mercado – gritándote, con el acento inofensivo del Chapulín Colorado, no celebrar por nada del mundo la horrenda fecha de hoy: 12 de octubre, el día de la Bestia, de la perdición total, el día en que los españoles acabaron con “nuestra civilización”. Pero es sabido que en el universo nada se crea ni se destruye sino que se transforma: la civilización azteca supervive en los rostros de casi todos los mexicanos, en todos sus alimentos y hasta en el toque más íntimo de su arquitectura. Los chicos vendedores pasan por mi puesto ofreciéndome su periódico, y con toda franqueza les digo que el Che Guevara fue el ídolo de mi papá y que estoy aburrido de esa imagen tan anticuada. No me entienden y uno de ellos, curioso, me pide que le explique mejor. Qué te digo, buey: Marx odiaba Latinoamérica y en sus libros pedía que la invadiera Estados Unidos; odiaba todo lo latino. Pero ya es hora de bajarme en la estación del Zócalo, sí, en el centro del DF. Abandono el vagón y subo los escalones hasta alcanzar la superficie del Zócalo y a mis ojos se erige el Palacio de Gobierno, la Suprema Corte, se achata el diseño cuadrangular de la plaza y de pronto se levanta, barroca, místicamente, la pesada Catedral más enorme de América. De tan pesada ya está hundiéndose y nada han podido lograr los restauradores, puesto que debajo de ella se hallaron recientemente pirámides aztecas que minan sus bases. De hecho, a un costado de la enorme mole de piedra están las ruinas del templo mayor, una pirámide de proporciones similares a la catedral, con cuyo material Cortés mandó a erigir la catedral. Mudanza, pues, de símbolos y de monumentos, eso es la historia.
Estoy en el zócalo, centro también de la antigua Tenochtitlán, capital del imperio azteca. A la misma latitud de India y del golfo de Bengala (India y México pueden estar entre las civilizaciones más importantes del orbe). Dentro de la historia universal, Tenochtitlán se fundó tarde: 1345. En ese mismo año casi todas las ciudades del Mediterráneo, Cádiz, Barcelona, Marsella, Nápoles, Florencia, Atenas, etc., tenían más de dos mil años de existencia. Los aztecas, pueblo militar, llegaron del norte o del sur de México y dominaron a todas las tribus del alto valle de Anáhuac y se asentaron y fundaron su centro acá, en el Zócalo – antes una isla del sistema de lagos que espejeaban las nubes y las estrellas de la otrora “región más transparente del aire”. Según las maquetas, imaginadas a partir de lo descrito por los cronistas de Indias (López de Gomara, Sahagún, etc.), la ciudad azteca se edificó en medio de chinampas o canales, algo así como una Venecia indígena erguida de pirámides y templos rectangulares. Tenochtitlán contaba, sumando los poblados aledaños del valle, con alrededor de dos millones de habitantes a la llegada de Cortés quien, con sólo ciento siete hombres y cuarenta y siete caballos, derrumbó su imperio. Nadie se detiene a explicarme cómo este centenar de hombres y esta docena de caballos lograron vencer a un imperio guerrero como el azteca. Que vengan los antropólogos sajones enemigos de todo lo latino y español y me lo expliquen; o William Ospina, o mis profesores ingenuos, o los estudiantes del metro. No, no. “Oh no – nos dice Alfonso Reyes –: como en la “Iliada”, todas las fuerzas del cielo y de la tierra tomaron parte en el conflicto”. Un cometa, años antes de 1521, había fulgurado en la noche diáfana de Tenochtitlán – me encanta el sonido: Tenochtitlán, Tenochtitlán –, lo cual obró sobre la mente de los aztecas: creyeron que aquellos barbados venían del Dios Sol. ¿Cómo, si era un pueblo militar, se rindió tan fácil el pueblo azteca? Si hasta gozaban de una sensibilidad artística exquisita. Ah, de ahí que fueran quebradizos. Cortés no tenía ni idea de orfebrería, ni de fundir aretes o esculpir dioses de piedra; pero sí sabía de intrigas políticas y espionaje – ardides en que se sustenta la civilización occidental. Y utilizó el refrán romano: divide y reinarás. Y como más dividido no podía estar el imperio azteca, tirano con las demás tribus sojuzgadas, Cortés se unió con los caciques de aquellas tribus para derrocar a Moctezuma.
Sin embargo, México a menudo no advierte que en el fondo sigue siendo imperio. La maqnera còmo ha permeado la cultura gringa, tanto en la comida como en el idioma, equivale a un silencioso ataque más poderoso que todas las armas nucleares. España se derramó en México y por algo en la colonia la llamó Nueva España. Le dio todo, desde el idioma hasta el detalle más mínimo labrado dentro de la catedral. Aunque no te confíes, me dicen mis amigos mexicanos; el náhuatl supervive dentro del español y puedes llegar a confundirte con el nombre de muchas calles y direcciones. Si supieran que en Bogotá, como en Nueva York, nos ordenamos por números. Mañana iré a Coyoacán, el barrio antiguo y de los intelectuales, a almorzar con el gran ensayista Adolfo Castañón.