SI ESTÁS FRENTE A LA PANTALLA, CIBERNAUTA, RESPIRA HONDO: ACALLA LOS RUIDOS DE LA CALLE. SERENATE. PIENSA EN EL PREÑADO SILENCIO DE LAS ESTRELLAS, EN EL PLANETA GENOVEVA. HACIA ALLÍ NAVEGA EL MAESTRO GERMÁN ESPINOSA
ELEGÍA AL MAESTRO GERMÁN ESPINOSA
1938 – 2007
“Soy la suma de mis instantes felices”
Elegía para mí mismo, GE
En el sueño de anoche, a través de los delgados hilos de Hypnos o tal vez de Thanatos (son dioses gemelos), alguien me comunicó el deceso del maestro Espinosa. Exploté en llanto y me arrojé sobre las rodillas de doña Josefina Torres, su amada esposa, y en la misma dimensión del sueño, ella, que murió hace dos años exactos, me consoló paciente, inteligentemente: “Tranquilo, no llores. Germán necesitaba descansar; su cuerpo ya no aguantaba más. Te queremos…” Me levantó el despertador sinfónico de mi celular a las 6:03 de la mañana, y atisbé por la ventana que da hacia este mundo cómo, en esta parte del planeta, aún el Dios Sol no iluminaba la ciudad. Perduraba la oscuridad.
¡La noche!: dulce Ofelia despetalando flores…
¡La noche!: ¡Lady Macbeth azarosa asesina!
¿Cuándo vendrá la noche que jamás se termina?
Sonó el teléfono: mi mamá, desde Colombia, me trasmitió la noticia del sueño: esta madrugada se murió el maestro Espinosa. ¡Ah Maestro!: ha llegado usted a la noche que jamás se termina, según su maestro León de Greiff. Perdóneme si me atropellan las palabras, si se me atoran en el esófago o en la garganta y si los dedos me tiemblan en las teclas. Quiero escribirle sin prisa, sí, como si habláramos en el café. ¡Ay, no, no: muy difícil! Recurro entonces a su elegía preferida, la de Miguel Hernández, la que recitamos juntos cuando se murió R. H. Moreno-Durán, nuestro amigo Johann Rodríguez Bravo, tantos otros. Y, en vez de lamentaciones, lo homenajeo con un ensayo.
…Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las ladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero (Miguel Hernández…)
“La tejedora de coronas”, o la universalidad
La teoría de Vargas Llosa de la “novela total” (y Vargas Llosa ha sido uno de los principales elogiadores de Espinosa) sin duda se puede aplicar a “La tejedora de coronas”, porque ésta es una novela total en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad y complejidad cualitativamente equivalentes. Es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación. Se trata de una novela total por su materia erótica, porque Genoveva Alcocer, pese a ser infértil, fertiliza a las almas masculinas de los masones franceses, los dota del sentido femenino de la vida. Se parece a Diótima del Banquete de Platón por ser una suerte de cortesana americana que practica la filosofía, las artes y ciencias como ayudas genésicas. En ella, arte y filosofía son sonrisas de la belleza vital. Ella es quien enseña a Voltaire la ciencia del amor, origen del universo y de los dioses; con ella se puede decir que la mujer no estuvo ausente un solo día en ese milagro mediterráneo y caribeño de la Ilustración. “La tejedora de coronas” es total en la medida en que describe un mundo abierto, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen: el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, el cotidiano y el mítico. También por el modo irrepetible en que viene narrada: sin puntos seguidos ni apartes, sin paréntesis ni guiones, solo con la respiración de las comas para mantener el suspenso permanente en cada capítulo. Más aun, “La tejedora de coronas” está tan llena de elementos cósmicos, astrónomos en el mejor sentido de la palabra, que la crítica Beatriz Espinosa Pérez se atrevió a plantear que los diecinueve capítulos de la novela responden al mismo número de traslaciones que una nave espacial debe hacer para llegar al planeta Urano, sí, el mismo planeta a cuyo descubrimiento asistimos en dos ocasiones durante la narración: el primer descubrimiento lo hace el joven Federico Goltar desde los cielos de Cartagena “…esos cielos de Guabáncex, de Mabuya, de Huracán”; y el otro mucho después, lo hace la corte de astrónomos de Versalles desde el observatorio de París
Lo vocación incesante: traicionar tu vocación es traicionar al universo
Si nos apuran en comparaciones, diríamos que García Márquez encarna al Mester de Juglaría de la novela colombiana (con Francisco el Hombre y Rafael Escalona), mientras Germán Espinosa encarna el Mester de Clerecía (con León de Greiff, con el compositor sinfónico musical Alfonso Mejía), pues está nutrido de lecturas supersticiosas, científicas e históricas. La obra de Espinosa se teje a la manera del relato filosófico, como una aventura de la aprehensión del mundo. Pone en crisis la posibilidad de la representación de lo real. Su estilística se apropia del poder de sugerencia del simbolismo. Léxico erudito más cerca de la poesía que de la prosa. Exige y reclama, como sus tres manifiestos maestros, Mann, Huxley y de Greiff, un paladeo de su lectura. Su obra se mueve entres dos modelos contradictorios: el de una ficción conceptual, crítica y antirrealista, como la de Borges, y una resolución simbolista, a la manera de Proust. De hecho, su narración se ofrece por aproximaciones, ebria de paréntesis y redibujos al modo digresivo de “A la recherche du temps perdu”, y ello le lleva a imponer a sus lectores un cierta violencia mental al hacerlos atender dos melodías un poco extrañas entre sí: la concentrada de una erudición enciclopédica – que va constriñendo al lenguaje vulgar para manipular a base de denominaciones técnicas establecidas – y la melodía de las digresiones, comentarios e ilustraciones de sus personajes, características del esplendor del estilo de Espinosa. Después de “La tejedora de coronas”, publicó otra breve novela, de corte estilístico irreprochable, titulada “El signo del pez” (1987). En ella, inspirada en la vida de Paulo de Tarso, busca las raíces no sólo hebreas, sino también estoicas, neoplatónicas y gnósticas del cristianismo. Su labor de novelista dista mucho del arte de los rumores diarios o periodísticos que todo lo enturbian. Cuidadoso de izquierdas y de derechas, nadie lo ha hecho sardina de su ascua. Él, a lo suyo. Incluso la sustancia de “Los cortejos del diablo”, “El magnicidio” y “Sinfonía desde el nuevo mundo”, que Alfaguara reeditó como “Novelas del poder y de la infamia” (2006), llama la atención sobre el demonio agazapado que se desliza en ciertas personas embriagadas con su propio Eros, soñando con cambiar el mundo de raíz por lo misma razón que lo ven distorsionado. Y aun advierte sobre la adulación, la envidia y la vanidad enloquecida del mundillo del arte en “La balada del pajarillo” (2000), novela de proporciones fantásticas y aterradoras tan sólo por los delirios del pintor Braulio Cendales. El único remedio frente a esta intoxicación intelectual, recomienda el propio Espinosa en “El sueño ético en Atenas” (Ensayos Completos II, 2002) es la humildad, fruto de la relatividad del universo. En sus novelas más recientes, “Rubén Darío y la sacerdotisa de Amón” (2003), “Cuando besan las sombras” (2004) y “Aitana” (2007), Espinosa ha acusado una tendencia hacia temas esotéricos que señala en él, al parecer, una preocupación por la necesidad de que el ser humano retorne de nuevo al espiritualismo, pero libre de ataduras religiosas. De fanatismos. Germán Espinosa es un novelista del amor, no al modo cursi, corriente ni dulzón, sino al modo fantástico, lleno de inteligencia: “El ser humano está en capacidad de amar en forma múltiple. No se trata, por supuesto, de cohonestar ciertas promiscuidades detestables. Sí de permitirle a un espíritu repartirse entre amores sinceros”, nos dice el protagonista de “Cuando besan las sombras”. El amor, en su obra, se nutre de cultura y erudición.
SPB, México, DF, 17 de octubre de 2007