Coyoacán, el barrio o la colonia bohemia y artística de Ciudad de México, toma su nombre de coyote,ese lobo americano de color gris amarillento que en la televisión vive persiguiendo al antipático Correcaminos, pi, pi. Coyote – me explica el ensayista Adolfo Castañón – viene del léxico náhuatl de los aztecas, así como muchas otras palabras del léxico diario de los hispanohablantes. Si nos fijamos bien, toda conquista es doble. Si ya resulta estúpido ese empeño de los humanos de diferenciarse entre una y otra cultura, país, raza o civilización, no menos necio resulta la intención de distinguirnos de los animales. Con el cerdo y el mono creo que sólo nos separan dos o menos cromosomas, si no me corrigen los genetistas y biólogos. Mientras paseamos por la plaza principal de Coyoacán – con dos coyotes en la fuente central –, el ensayista Adolfo Castañón me va explicando cómo se dio cuenta que para ver a nuestros semejantes con nitidez debemos asignarles una especie animal. Su conversación zoológica se desvía un poco para explicarme que este lugar, Coyoacán, era en tiempos prehispánicos el sitio de descanso de Moctezuma. En la conquista, después de acabar con el templo mayor y dejar el espacio para levantar la catedral, Hernán Cortés y los españoles que lo acompañaban decidieron construir sus primeras casas aquí, un tanto retirados del centro y los asuntos burocráticos. En adelante, Coyoacán ha permanecido como un recodo tranquilo de la urbe gigantesca. Dentro de la ciudad resulta el sitio más salpicado de plazas y parques, donde todavía las calles son empedradas y las casas de no menos de tres pisos, bañadas de colores amarillos, rojos o levemente grises, serenan la visión más transparente del aire. Insisto en volver a nuestra conversación zoológica, pero como buenos animales no podemos engañar a nuestros instintos de supervivencia: el hambre, el apetito acosa nuestro paseo ensayístico y parece flaquear y amenazar con mitigar un poco la conversación por falta de nutrición. Castañón me conduce al “restorán” El Morral, indicado para deleitarse con un buen plato mexicano. Los ensayistas mexicanos también suelen ser eruditos en asuntos de cocina, no sólo porque su culinaria sea una de las más ricas del mundo, sino porque consideran que sin nociones de gastronomía ninguna cultura puede ser completa. Toda gran cultura a su vez debe tener una gran cocina. Antes de explayarnos en cuestiones alimenticias, le pido que vuelva sobre lo animal. Advierto que en las otras mesas algunos comensales mastican como perros, ciertas señoras estiradas picotean el alimento como arpías, mientras yo, al no hallar el tenedor, empujo los frijoles refritos con mi dedo gordo como si fuera una pezuñita. Y dejo discurrir a Castañón con su hablar claro, sereno y achispado, agregándole algunos paréntesis:
“¡Perro! ¡Burro! Rata o mula – usamos con generosa espontaneidad los nombres de los animales para insultarnos. No nos parece extraño; para injuriar nos basta traer a cuento oficios vinculados con ellos: palafrenero, porquerizo, carnicero. Todo sugiere que para ver a nuestros semejantes con nitidez les tenemos que asignar una especie animal; enfocamos mejor al tonto si lo llamamos buey, al parlanchín cotorra, al usurero buitre o hiena, mosca a la mustia, perra a la puta, coyote al intermediario, zángano (del macho de la abeja) al ocioso; chivo o paloma a la víctima, pavo real al vanidoso y al soberbio divina garza, cocodrilos sagrados a las eminencias, viejos lobos a los hombres con experiencia, urracas a los avaros, gallinas a los cobardes, (agrego yo: sapo a los bocones, lagartos a los arrastrados), en fin, bruto, bestia al imbécil. Por esa misma naturaleza con que expresamos nuestro resentimiento hacia la primera nos encabritamos, nos pavoneamos, nos avispamos, nos arañamos, hacemos lagartijas y patos, nos engatusamos, tenemos pulgas y piel de gallina. En cuanto abrimos la boca, la fábula empieza a escurrir de nuestros labios. Incluso la admiración nos transporta al parque zoológico: el león, el águila, el tigre prestan su majestad a la arrogancia. Ni siquiera Dios se nos ha escapado y no nos ha parecido escandaloso llamarlo cordero – pero la ambigüedad de nuestros sentimientos se delata en cuanto suponemos a la democracia con rostro de borrego (…) No es por desenronarlos pero siempre somos animales: en privado o en público, en la primera o en la segunda – senil – infancia; insectos en las grandes magnitudes sociales, saurios en los órdenes jerárquicos y burocráticos (me acuerdo acá de Belisaurio), parásitos en casta, depredadores en banda, ovíparos en familia, mamíferos en pareja. Al final, la humanidad nos parece un espejismo de la vida solitaria, un fuego fatuo que danza sobre algunas tumbas. El vasto imperio del bestiario prospera sobre todas las provincias del hombre: a las repúblicas las gobiernan orangutanes (los congresos de estas repúblicas parecen selvas tropicales ebrias de micos), a los mercados pulpos y tiburones, las bibliotecas están habitadas por ratas (Como buenos cínicos, el perro se ha convertido en nuestro guía espiritual y hasta nos esclavizamos a él sacándolo tres veces por día e invirtiéndole fortunas). Cierto: en la especie humana conviven el león y la rata, ¿pero convivirá también el hombre? En medio de tantos animales con rostro humano ¿cómo reconocer al que también lo es interiormente? ¿Pero estamos seguros de que el que reconoce es, a su vez, humano? No sería difícil documentar mediante ejemplos que los animales no ignoran ni la risa ni el lenguaje, ni la piedad filial ni el sacrificio, ni el sentido gregario y civil ni el altruismo: se burlan, se comunican, se entregan a una obra de arte o al derroche por el puro placer. ¿Será preciso recordar que en cuanto los hombres y las mujeres éramos amados por los dioses, éstos se nos aproximaban con máscaras de oro y de cabra para ponerse a nuestro alcance e inspirarnos confianza? La tragedia misma surge de ese reconocimiento dionisiaco: las cabras que cantan su sueño de ser humanas no son muy distintas de los hombres que buscan reintroducirse en el antiguo pellejo de las cabras. Nada animal nos es ajeno”.
Así termina Adolfo Castañón sus variaciones sobre un tema de Montaigne (“Michel de Montaigne: la inminencia del reino”, en su libro “La gruta tiene dos entradas”), de quien es experto el ensayista mexicano y a quien promete traducir de manera completa. No me diga ensayista; dígame montañista, me aclara. Y a quienes nos dedicamos al género del ensayo, cuya esencia no reside en convencer ni en persuadir sino sólo en deleitar, Castañón prefiere llamarlos el club de los montañistas. Bienvenidos.