Aunque Enrique Serrano no se aventure a indicarlo – pues su flemática narrativa aún no se deja arrastrar por el “yo” profundo –, me atreveré a sacar del contenido de su novela una tesis sobre la identidad colombiana que hace varios meses me trasnocha. Repito que esta tesis que a continuación esbozaré no se encuentra en la novela sino sólo como leve sugerencia y que sólo me surge por paralelismo histórico: los colombianos de hoy padecemos lo que los judíos conversos sufrieron hace quinientos años. Un pueblo se vuelve extraño y peligroso a los ojos de otros pueblos por su credo, por su lengua, por sus costumbres pero sobre todo por su laboriosidad. Su nacionalidad se convierte en un estigma y el dinamismo de sus habitantes debe ser obstaculizado con visados y permisos. Ellos mismos deben ser requisados en todos los aeropuertos, y, en lo posible, el resto del mundo debe abstenerse de viajar a sus ciudades y de mezclarse con su cultura. No miento. Revisen las páginas de los consulados de la mayoría de países europeos: en todos se advierte el peligro de viajar a Colombia. No sólo los europeos, también los países “hermanos” – Venezuela, Panamá y Ecuador – exigen cantidad de papeles para ingresar a ellos. Al único país hispanoamericano que España le exige visa es a Colombia. No hay duda: los colombianos nos hemos vuelto extraños y peligrosos a los ojos del mundo. ¿Qué tenemos de raro? ¿Acaso tres ojos, cinco narices, tres cabezas, cuerpos distintos? ¿Qué nos teme el resto del mundo contra lo cual no pueda defenderse y parezca alejarnos? Si acusáramos signos de estupidez o tontería nadie nos impediría viajar, al contrario, nos recibirían con los brazos abiertos. ¿Acaso tenemos una inteligencia singular? Pero jamás hemos sido un país agresivo con los demás. Nuestro ejército nunca ha atacado o invadido a otra nación y nuestro gobierno en cuestiones diplomáticas siempre ha pasado discreta y silenciosamente sin internarse en los asuntos de otras repúblicas. El 99.9 % de los colombianos vive modestamente y gana su sustento de manera honrada. ¿Qué sucede entonces?
Un ex presidente recientemente fallecido, de cuyo nombre no quiero acordarme, tildaba a Colombia como el “Tibet suramericano”. Tal vez, concluyendo de lo que sostiene Enrique Serrano del pueblo judío, el mayor error cometido por los colombianos consistió en aislarse obstinadamente. “Para ser caballero o hidalgo, aunque seas judío y moro”, espetaba Quevedo en el Siglo de Oro, “vete adonde no te conozcan, y lo serás”. Y muchos se internaron en las cordilleras colombianas, sin interés por los asuntos imperiales, a levantar ciudades capitales muy lejos del mar y en las condiciones más difíciles de acceso y comunicación. Todavía los satélites del googleearth carecen de nitidez al acercarse a Colombia. “Adonde no te conozcan”, sí. Preguntémonos por los primeros colonizadores que vinieron a fundarnos la patria hace cinco siglos, y reparemos en que ellos no eran tan cristianos ni tan españoles. Al mariscal Jorge Robledo le fluía sangre judía y al adelantado Sebastián de Belalcázar, que fundó Cali y Popayán, el apellido le delataba cierto origen árabe, moro. La corona se alarmó al enterarse de que Jiménez de Quesada quería bautizar como Torá (término hebreo de carácter sagrado) al pequeño poblado muisca que encontró metido en lo más profundo de los Andes. Ante la horrible expulsión de moros y judíos el nuevo continente sin duda entrañó una tierra prometida. Meses antes de que Cristóbal Colón tocara costas americanas, por consejo de Torquemada (“el fraile endemoniado” lo llamó Germán Espinosa), la reina Isabel decretó en marzo 31 de 1492 la salida de todos los judíos de España.
Enrique Serrano transcribió todo el decreto con leves retoques en las últimas páginas de su novela, después de contarnos el tránsito de dos familias de judíos que ante la intolerancia religiosa de España deben mudar de hábitos y silenciarse, ir a donde nadie los conozca. De pronto, quizás en homenaje a Cervantes, Serrano nos recuerda que la historia de tal saga familiar la ha trascrito del manuscrito de un lejano primo suyo oriundo de Bucaramanga, en las tierras de Colombia, “para que los míos se acuerden de la estirpe de la que provienen y del tronco que los une, por su lengua, por su sangre y por su talante”. Es la única mención de Colombia en toda la novela, pero acaso baste para leerla en clave porque la historia de aquellas familias conversas, en esa España salpicada de culturas, nos pertenece tanto como la de los chibchas o los quimbayas. Y lo primero que debemos hacer los colombianos, para no padecer tal viacrucis, reside en contar, en difundir y en mostrarnos al mundo tal como somos, enérgicamente. Aceptemos agradecidos el pueblo que en suerte nos cayó y procuremos con todas las fuerzas expresarlo. No basta con ser colombiano, hay que esforzarnos por conocer qué es Colombia, cómo se hizo, quienes la poblaron y la erigieron. Nada de lo colombiano nos puede ser ajeno.
Sebastián Pineda Buitrago, 2007