Sócrates recomendaba ponernos de acuerdo en el significado de las palabras antes de emprender cualquier discusión. Ensayar qué es cultura, al menos aproximarnos a su significado íntimo, equivale a una higiene mental, algo así como lavarnos las manos antes de sentarnos a comer. Por cuanto se gobierna por su propio talante, la cultura está expuesta a sobornos y esclavizaciones. A quien escojamos representante cultural ha de ser aquel que, advertido de la relatividad y la transformación incesante del mundo, procura en sus nuevas obras o manifestaciones artísticas tener clara noción de su libertad interior. En cuanto a manifestaciones artísticas, tratemos de elegir a quien apele más directamente a la sensibilidad inteligente, e intente huir del bajo chantaje sentimental basado en meros lloriqueos plañideros que no siente con autenticidad.
También deberíamos incluir a los representantes de la cultura científica (pienso en Rodolfo Llinás, en el astrónomo Germán Puerta), porque ya no nos puede bastar el antiguo humanismo, hecho solo con materiales artísticos. Además, conviene poner a prueba nuestra cultura política en oposición a la politiquería. ¿A qué político colombiano incluiríamos como representativo de intereses comunes, preparado para afrontar tempestades con los recursos que le proporcione su ciencia y su ética? Insisto en ampliar el espectro cultural, porque uno de los más funestos errores, entre cuantos puedan viciar nuestra concepción de la cultura, es el que nos la hace figurar dividida, separada en innumerables especialidades, como si nuestra visión del mundo pudiera reducirse a la cabecita de un alfiler. Lo pretenden ciertos oficios y disciplinas al cohibirnos el aprender profesiones y actividades ajenas, al condenarnos a vivir en sectas, grupúsculos o burbujas. Nadie es perfecto y todos adolecemos de deficiencias en algo, y como dice el mexicano Alfonso Reyes, todos lo sabemos entre todos. El convexo necesita su cóncavo, y la atracción de almas gemelas en el amor, al igual que en la electricidad, no es más que entre polos opuestos, lo diferente con lo diferente. Y como la objetividad pura no existe, ya que a la postre siempre terminamos inclinándonos por algo, escojo, entre los diez, a mi representante.
GERMÁN ESPINOSA o el hombre-literatura
El lector medio de nuestro tiempo se conforma con ignorar a GERMÁN ESPINOSA (Cartagena, 1938–Bogotá, 2007), teniéndolo por un erudito o un hiperléxico genial. Un ropaje o una áurea verbal lo acompañó toda la vida y cobijó su espíritu; en algún cajón de su cerebro guardaba el diccionario de nuestra lengua, no estática sino dinámicamente. Puesto a expresar un concepto, tenía nueve palabras para decirlo en formas distintas, a cambio de limitarse a la vaguedad y a los equívocos que depara el uso de una sola fórmula, como quieren ciertos “robots”. Su primera regla era la claridad, sin la cual no se establece el contacto. “No avances al siguiente punto si no te has convencido de lo que has dicho anteriormente goza de toda claridad”. Añadía elegancia porque la sabiduría es inaccesible si es abstracta y seca. Construyó otro mundo colombiano de enciclopedia, aunque algo más rico por cuanto se guiaba por el verdadero humanismo: se nutría de pensamiento y encaraba teorías y nuevas formas de pensar y jamás se dejó deglutir por un tirano ni por un sistema. Su novela “La tejedora de coronas” explora con feliz intuición la naturaleza, la historia, el alma, cielo y tierra y hasta el fondo del mar. Sus últimas novelas, declaraba sonriendo, le costaron poco trabajo: “Yo no pongo más que las palabras; y ésas no me faltán”. Ya en sus palabras, quería decirnos, iba añadida su imaginación. Ahora que lo sospecho había en él cierta lógica matemática tomada, quién sabe, de su bravo instinto musical. Ha sido, sin duda, una de los escritores más completos de toda nuestra historia literaria.
SPB, noviembre 2007