En la civilización hirviente
Una cosa sólo se hace evidente cuando se compara con otra. Lo sabe el verdadero viajero, que vive comparando. El viajero bordea los límites de Colombia, y se adentra en la República Bolivariana de Venezuela. ¿Pero qué son los países? Después de todo no son más que ficciones internas, porque el lenguaje es siempre metáfora, ya que la palabra no es la cosa en sí. Los nombres de las empresas, de los países, de los partidos no son más que ficciones – por las que los hombres hasta se matan – ficciones de tipo mitológicos literario-lingüísticos, figuras de prosopopeya que se supone viven y obran como otros tantos señores determinados, sin lo cual la realidad íntima que así se representa sería inmanejable, carecería de asa por donde agarrarla. El teórico-viajero lanzará sus observaciones sobre Colombia y Venezuela. Se meterá dentro del cuadro que pinta.
Son los dos países más tropicales del globo. Pertenecen a la civilización hirviente, a la cultura del calor y del color como dice el ensayista Mariano Picón Salas. ¡Qué raro, qué maravilla, qué contraste, que variedad! Volvemos a comprobar que sólo la literatura y la historia pueden decirnos algo claro sobre el hombre, sobre nosotros mismos.
Chávez es el GRAN MULATO que profetizó Fernando González en Los negroides. No tiene vergüenza de nada. Cita a Víctor Hugo y a Martí, al mismo tiempo que celebra el triunfo de un equipo de béisbol provinciano. Colombia, en cambio, es país que suele odiar todo lo genuino. Uribe es el ZARATHUSTRA MAIZERO del que habló Efe Gómez, pero la prensa colombiana lo avergüenza por hablar en su diminutivo antioqueño o por regalarle un carriel al Papa o por renegar de izquierdas y derechas. Mientras Venezuela es mundana, sensual, desfachatada, Colombia es mística, introvertida, intensa, violenta. Venezuela son ríos corriendo sobre llanuras desnudas; sierras que se derraman al Caribe. Colombia son tres cordilleras cobijadas, góticas, dos océanos semi-abandonados, subutilizados y ríos despeñándose locamente en todas las direcciones. Ambas naciones arden en sí mismas.
En la región más rica del aire
El viajero se encuentra en la cuenca del Lago de Maracaibo, esto es, donde más alumbra el sol. Las refinerías, a lo lejos, vuelven el horizonte aceitoso. La brisa embriaga, empalaga de petróleo. Maracaibo, como todas las ciudades segundonas, posee un espíritu crítico sobre la capital y acaudala, como buen hijo desheredado, una riqueza enorme. El puente sobre el Lago semeja, de lejos, bajo el cielo hirviente, una catedral horizontal: por sus naves entran y salen barcos emborrachados de petróleo. Sin duda es una de las ciudades más comerciales e industriosas de todo el Caribe. Los “maracuchos” mismos lo saben y lo afirman. Pero a riesgo de que los llamen fenicios, se preocuparon por instaurar en la ciudad un Ateneo y levantar estatuas a sus poetas. Sin embargo, Maracaibo no deja de despertar en el viajero la idea de aquella civilización roja, hirviente, que llevaba y traía el comercio del Mediterráneo en los tiempos clásicos. Ahora, de hecho, ellos regulan el comercio del oro negro en nuestro Mediterráneo, que es el Caribe.
Parte de Colombia pertenece a la cuenca del Lago de Maracaibo. Desde Cúcuta, y aún desde Pamplona, alta y nublada, relampaguea en las noches el misterioso y enigmático Faro del Catatumbo. Una leyenda precolombina colige que el Faro del Catatumbo no se origina por el choque de las nubes sino por la combustión del petróleo en el mundo subterráneo: une el cielo con la tierra. El Faro del Catatumbo embrujó a Alonso de Ojeda cuando descubrió el Lago de Maracaibo para Europa; luego a los alemanes Alfinger y Ferdermann (hombre de la pluma) que penetraron el Lago y surcaron, zumbándoles, rozándoles el pecho las flechas de los motilones caníbales, los ríos Zulia y Catatumbo. Alfinger llegó hasta las estribaciones de Chinácota y, según cuentan, los indios lo hicieron beber oro derretido por ambicioso. Federmann llegó hasta el altiplano de los muiscas. No se ha advertido lo suficiente, pero la ruta más cercana para llegar de Bogotá al Caribe, no es por el Río Magdalena, sino por Tunja, Bucaramanga y Cúcuta, a un paso del Lago de Maracaibo. Era la ruta del Cínera: la practicaban ya los indígenas siguiendo el curso de los ríos que se descuelgan de los páramos de Pamplona. Los ríos son los mejores guías para no perder de vista el mar – o la muerte – a la que iremos a parar todos. Pero dominan los conceptos, las ficciones impuestas por los políticos que la mayoría de las veces no obedecen a la realidad geográfica que tratan de encerrar sino a mezquinas intenciones. Se quejan los historiadores: la ruta más cercana para desde Bogotá llegar al mar, no es por Cartagena, sino por Cúcuta hasta el Lago de Maracaibo. Pero lo impiden los estúpidos límites políticos.
Ningún punto más neurálgico que la frontera colombo-venezolana del Táchira y del Zulia. “Región salida del mapa” la llamaría de Greiff. En lengua maya-quiche, Cúcuta quiere decir Casa del Duende. En verdad es como un puerto metafísico: todo el mundo se siente de paso. ¡Misterios precolombinos! El viajero-teórico reposa de sus notas y lecturas. Sale a la terraza del hotel. Se sienta ante la noche. Relampaguea, prendiéndose y apagándose en períodos sin ritmo, el Faro del Catatumbo. De pronto, todo oscuro. Se densifica la noche. La brisa del Lago, aceitosa, azota las palmeras, pone nerviosos a unos arbustos. El viajero se duerme soñando en los Conquistadores, en la Gesta Libertadora.
Leyendo Suma de Venezuela
La historia suele dividir los pueblos en sedentarios y nómadas. En Suma de Venezuela, el ensayista venezolano Mariano Picón Salas observa que su país es ante todo errante; de ahí su espíritu inquieto. Durante la colonia no tuvo la importancia de un Virrenaito; fue apenas una Capitanía, cuya difusa capital, Caracas, se erigió en un valle más o menos estrecho, ahora densamente poblado hasta las montañas-paredes (como el de Aburrá en Colombia). El poder colonial español no se afirmó lo suficiente en Venezuela. Por tal razón histórica, esta tierra engendró los Libertadores, héroes, hombres que se desparramaron por toda Suramérica buscando su integración. Bolivia es un anagrama del nombre de Bolívar (así queda claro, pues, que los nombres de los países son antropomorfismos lingüísticos). El nombre de Colombia, tierra de Colón, lo inventó Miranda, un venezolano que se acostó con Catalina la Zarina de Rusia, peleó al lado de Washington y desfiló por los Campos Elíseos con Napoleón Bonaparte. Ninguna figura más seductora que este Miranda (léase La tragedia del Generalísimo, novela de Denzil Romero). Los venezolanos no tienen en su país una gran capital, un gran centro que los ate, y se desparraman por el mundo. El préstamo colombo-venezolano ha sido mutuo. Hombres colombianos colaboraron en la emancipación de Venezuela: José María Córdoba, Girardot, el mismo Santander. En Bogotá – pueblo sedentario desde los muiscas – concibió Bolívar la capital de su antiguo reino: la Gran Colombia. Pero Bogotá es punto de atracción, no de sujeción; no hay tampoco un verdadero centro en Colombia, y también muchos colombianos se desbordan o se vuelven extranjeros en su propia tierra. En suma, no existe el centro. El hombre nunca se está quieto.
Mariano Picón Salas llama a Bolívar y a su maestro Simón Rodríguez “los grandes caminantes”. Fueron caminantes-pensadores, guerreros-teóricos que murieron pensando y andando, lejos de sus hogares natales: Simón Rodríguez enseñando en una escuelita perdida en los Andes peruano-chilenos; Bolívar, frente al Caribe, en Santa Marta, calculando la integración de América. En medio de tanta tontería que se ha escrito sobre la gesta Emancipadora –pues casi todo se ha mirado todo desde un plano militar, político e idolatra –Mariano Picón Salas descubre cierta filosofía fenomenológica o al menos peripatética en estos caminantes por cuanto iban explicando las cosas por el asombro que suscitaran.
Adiós, adiós, me voy todo derecho, lógicamente, hacia el absurdo. ¡Viva Colombia y Venezuela!