De la revista Arquitrave nos acaba de llegar este artículo a propósito del fiasco que resultó la buena intención de premiar a los 10 DE LA CULTURA, pero que en realidad terminó siendo un acto demagógico y populista.  

La vergonzosa premiación de la cultura

                              6 de diciembre de 2007

Por Elkin Mozo

A veces respiro más cultura en un supermercado o en un centro comercial que en los ruidosos festejos "culturales". En aquellos lugares la gente va más tranquila, suele ir bien vestida o al menos decente, atenta a todos los productos que se ofrecen, seleccionando los de mejor calidad o mejor precio. Me encanta la atención casi de peritos que ponen ciertas señoras revisando los quesos, las carnes frías, los lácteos, el pescado. El ajuste de gafas de los señores al pasearse por entre los vinos, los electrodomésticos y hasta por la breve sección de discos y libros. Por donde pasan, en el vasto universo del supermercado, saben admirar lo de más calidad y hasta lo celebran así no tengan plata para llevarlo. Porque hasta en el cielo hay jerarquías. La excepción, Dios Mío, ocurre en los festejos o premiaciones culturales donde se celebra todo por el mismo rasero.

Lo vi el 6 de diciembre de 2007 en el apretado Teatro Colón de Bogotá, donde el cuerpo diplomático acompañó al Ministerio de la "Cultura" al acto más demagógico y populista que pueda concebirse. Era un acto engañoso. Fui porque me dijeron que Santiago García, Luis Ospina y el recién fallecido Germán Espinosa, cuyo fantasma debió espantarse, dizque habían sido elegidos entre los diez personajes de la cultura nacional. Me emocioné, aunque sospechaba que debía ver cómo coronaban por enésima vez a una titiritera disfrazada de payaso. (Este país no ofrece nada gratuitamente: si nos entrega una rosa, le pone cien espinas). En efecto. Además de la susodicha titiritera, Santo Padre y Señor Mío, resultaron coronados la mitad de los asistentes a ese espantoso teatro. De pronto, se empezaban a levantar de los asientos toda clase de gamines con la cara tiznada y con morrales terciados al hombro, deplorables viejas con trapos sucios en el cuello, tinterillos, gansos, cocineras. Las presentadoras – feísimas por lo demás –  balbuceaban premios irrisorios. Escuchen, que no miento: que por preparar el mejor tamal con pasas dulces, bravo!, que por cocinar el mejor mondongo con callos, que por ser amigo de tal poeta, que por vivir en Cúcuta, que por ser de Ovejas, Sucre, que por caminar por La Candelaria, que por revolcar los libros de una biblioteca de pueblo, que por desempolvar rollos de películas.

¡No me jodan! Más cultura encuentro leyendo un buen libro mientras cago: así al menos me parezco al pensador de Rodin. Y en esta pose de pensador, ofrezco estas líneas reflexivas. 

La ferocidad igualatoria, falsa concepción engendrada en los delirios del poder, ha minado el desenvolvimiento democrático del mundo y se ha opuesto en forma brutal a la serenidad e independencia de la cultura intelectual. Tratar de igualar lo noble con lo vulgar, lo erudito con lo folklórico ciertamente envalentona la mediocridad y la vuelve violenta por la nivelación irresponsable de los números y las cifras, que nada dicen al hombre. Las leyes del número son un error en su origen y en su esencia. Suponen que hay muchos seres idénticos, cuando en realidad nada hay idéntico.

Observan los psicólogos que la facultad de apreciar los matices constituye el rasgo más relevante que diferencia una inteligencia desarrollada de otra que no lo es. Para el criterio simplista de los salvajes no existe sino lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro, sin que sus sentidos rudimentarios puedan apreciar las infinitas transiciones, las innúmeras graduaciones de luz y de calidad que caben dentro de los dos términos extremos que se imponen a su mentalidad primitiva. «Donde el criterio cultivado – dice Rodó – percibe veinte matices de sentimientos o de ideas, para elegir de entre ellos aquel en que esté el punto de la equidad y de la verdad, el criterio vulgar no percibirá más que dos matices extremos para arrojar, de un lado, todo el peso de la fe ciega, y del otro, todo el peso del odio iracundo». El criterio de los demagogos colombianos está a esta altura, y el de las multitudes por ellos sugestionadas y extraviadas está a un nivel inferior; así como nada hay más lastimoso que la abdicación de la inteligencia o del carácter a las imposiciones del tumulto, tampoco hay fenómeno más explicable y lógico que el de esa íntima correlación que se establece entre los sentimientos y las ideas de las masas y los de los declamadores de la plaza pública, auténticos exponentes de una mentalidad de impulsiones fanáticas.

Si la masa sin educación sucumbe ante cualquier toque de tambor y cae ante cualquier poder, aun a costa de su libertad individual, también ciertos intelectuales sacrifican su librepensamiento por la soberbia a la que son susceptibles. Sócrates sospechaba que hay un tirano agazapado en todos nosotros y que el mejor remedio para extirparlo de nuestro ser consiste en la autocrítica, fruto del autoconocimiento.

Nada encuentro mejor para estas circunstancias, pues, que coger un buen libro y dirigirme al sanitario o excusado – como lo llaman en México. Y que me excusen: pero me cago en los premios culturales.

Elkin Mozo (Tarso, 1978) hizo estudios de postgrado. Su libro más reciente es Un paseo con el diablo (México, 2007).