Ahora que se ciernen sobre Colombia enemigos externos, simpatizantes de los terroristas internos, me pregunto si no es el desconocimiento de nuestra historia lo que permite esta clase de simpatías monstruosas, de odios viscerales contra el gobierno colombiano. En el pasado, que se sepa, nuestro ejército nunca ha atacado o invadido otra nación y en cuestiones diplomáticas siempre ha pasado discreta y silenciosamente sin internarse en los asuntos de otras repúblicas. ¿No será por debilidad, por aislamiento? En cambio, de un tiempo para acá, todo el mundo se involucra en los asuntos colombianos.
Hace poco releí "Viaje a pie" (1929) del peripatético Fernando González (1895–1964), y de nuevo advierto el error del provincianismo. Andando por las montañas del Tíbet Suramericano, este escritor de Envigado se topó con un hacendado gringo que decía a sus peones arrieros que el Clero colombiano era una peste y que el país estaba en la barbarie. "Cerca a nosotros había un freno; lo cogimos por las riendas y le dimos dos frenazos al míster en la cabeza, diciéndole: Sólo nosotros, los colombianos, podemos hablar mal de Colombia, y sólo nosotros, los católicos, podemos renegar de los curas". ¡Qué horror! Por muchos años se pensó que los problemas colombianos eran solo colombianos hasta cuando éstos, henchidos de poder, desbordaron por todos lados nuestras fronteras. Mientras el débil gobierno colombiano se enredaba en apagar incendios provocados por los medios internos, los terroristas fijaban en el exterior su propia versión de los hechos.
Hoy, los colombianos nos quejamos de la ignorancia y la torpeza con que se mira a nuestro país, pero yo me pregunto cada cuánto se publican libros o se dictan conferencias sobre la historia del país. ¿Hay un programa de historia en la televisión? ¿Cada cuánto se enseñan el por qué de las sucesivas guerras civiles del siglo XIX, la de 1862, la de 1875, la de 1885, la de los Mil Días? ¿Qué gesta común comparten las regiones? Por lo visto, Bogotá no ha consolidado un discurso de nación. Nada dicen al ciudadano las calles anónimas de la capital, la falta de monumentos, de plazas, de historia. Compárenla con Buenos Aires o Ciudad de México o Lima: las calles de estas capitales se bautizaron con el nombre de políticos de todos los bandos, de escritores de todas las tendencias, de científicos, de cantantes… Si Colombia sufre de enemigos, éstos se han originado dentro de ella misma. Ahora que nuestro gobierno colombiano ha elevado su enérgica protesta al presidente de Nicaragua, recurro a los vínculos culturales – vínculos de armonía – para unificar cualquier discordia entre, otra vez, países hermanos.
RUBÉN DARÍO: EMBAJADOR DE COLOMBIA EN ARGENTINA
Si los pusieran a escoger los dos más grandes poetas del milenio, varios intelectuales señalaron a Dante y Rubén Darío. ¿Y quién fue Rubén Darío? Nació en Metapa, Nicaragua, en 1867, dentro de un hogar pobre. No lo criaron sus padres sino los vecinos. Creció entre gallineros, cerdos, pantanos y en el apabullante calor tropical. También entre libros. De suerte que en sus poemas cambió a las gallinas por cisnes sublimes, a los cerdos por centauros en coloquio, a los pantanos por lagos rizados por la luna. De nariz chata y piel cetrina porque llevaba la sangre de los indios chorotegas, a mucho honor, por la cultura y la inteligencia descendía de los mejores poetas griegos, franceses, italianos. De suerte que afirmó con enérgica convicción que detestaba "la chatura estética y la mulatez intelectual", es decir, a los malhablados, a los vulgares, a los provocadores, a los Chávez y Ortegas. De muy joven se descolgó desde Nicaragua por la costa del Pacífico hasta el puerto de Valparaíso, en Chile. Allí publicó " Azul" (1888), un libro de poemas que cambió la manera de percibir el mundo en Latinoamérica, pues enseñó al pueblo a perfeccionar su léxico, a enriquecerlo con palabras nuevos capaces de ensanchar el conocimiento. Lo invitaron a España en un viaje relámpago, en donde lo miraron por encima del hombro y hasta le preguntaron si no escribía con la pluma de indio chorotega. No pudo ir a París para perfeccionarse, y regresaba a Nicaragua sin un centavo en el bolsillo. Pero el barco en el que iba tuvo la fortuna de hacer una escala en Cartagena de Indias. Y aquí dejó la voz al maestro Germán Espinosa, que lo cuenta mejor:
"Como es costumbre, el pasajero se bajó a tierra en la ciudad, para contemplar por un rato sus atractivos. Rubén recordó, con su memoria prodigiosa, que en aquel puerto sobre el Caribe había nacido, sesenta y siete años atrás, quien era en aquellos años el presidente de Colombia: el señor Rafael Núñez. Tuvo entonces la buena idea de preguntar, al primero que se topó en la calle, si el mandatario se hallaba por acaso en la ciudad. El interrogado le dijo que sí, que Núñez había delegado el poder en el vicepresidente Caro y habitaba ahora su famosa casa del Cabrero. Sabía Rubén que el político y ensayista tenía también inclinaciones líricas que, aunque desdichadas, le habían granjeado uno que otro verso brillante. Tomó un coche y pidió ser llevado al Cabrero. Núñez, hombre culto, había leído " Azul", de suerte que se regocijó al serle anunciada la presencia del poeta. El diálogo entre los dos, al cual asistió doña Soledad Román, la esposa del presidente, se desarrolló más o menos así:
– ¿Proyecta usted permanecer en Nicaragua? – indagó el político.
– No es mi aspiración, a decir verdad – respondió Rubén –. El medio nicaragüense no es muy propicio para las letras.
– Cierto – aprobó el cartagenero –. No es bueno que usted se quede allí. La política sería su único futuro… Y eso podría perjudicar su obra literaria. ¿No le gustaría fijar su residencia en Europa?
– Ese es mi sueño dorado – confesó el poeta –. Pero no lo veo muy factible de momento. En cambio, me gustaría ir tanto a Buenos Aires…
Núñez sonrió y calló por segundos. Luego, como si en ese momento se sintiese un instrumento de la Providencia, declaró
– Eso podría ser… Sí, podría ser. La persona que ocupaba nuestro consulado en esa ciudad acaba de renunciar. Deme un tiempo y le escribiré al señor Caro para que lo nombre a usted en su reemplazo. Entretanto, vuelva a Nicaragua, informe sobre su misión en España y… bueno… espere noticias nuestras.
Darío salió de la casa del Cabrero con el alma dándole vueltas como un tiovivo…" (Véase de Espinosa, Ensayos completos II, Editorial EAFIT, 2002)
Días después, en Nicaragua, Rubén Darío recibió carta del gobierno colombiano informándole su nombramiento de cónsul general de Colombia en Buenos Aires, y la orden de pasar a Panamá – que entonces era nuestro – a recoger dos mil dólares como sueldo anticipado. Y gracias al gobierno colombiano, a Rafael Núñez (el único presidente costeño que ha tenido el país) se consolidó el movimiento literario más importante de Latinoamérica: el modernismo. Darío compuso una elegía a Núñez, y dijo de Colombia: “es una tierra de leones”. De leones que andan rugiéndose entre ellos mismos… Y entre tantas escaramuzas de los mulatos intelectuales, de políticos chatos
SALUTACION DEL OPTIMISTA
Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos:
formen todos un solo haz de energía ecuménica.
Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas,
muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente
que regará lenguas de fuego en esa epifanía.
Juntas las testas ancianas ceñidas de líricos lauros
y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora,
así los manes heroicos de los primitivos abuelos,
de los egregios padres que abrieron el surco prístino,
sientan los soplos agrarios de primaverales retornos
y el rumor de espigas que inició la labor triptolémica.
Un continente y otro renovando las viejas prosapias,
en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua,
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos.
La latina estirpe verá la gran alba futura:
en un trueno de música gloriosa, millones de labios
saludarán la espléndida luz que vendrá del Oriente,
Oriente augusto, en donde todo lo cambia y renueva
la eternidad de Dios, la actividad infinita.
Y así sea Esperanza la visión permanente en nosotros,
¡ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!
SPB