El placer comienza al ingresar al ámbito de la librería del Fondo de Cultura de Bogotá. ¡Qué maravilla que en tan reducido espacio se pudo edificar una arquitectura tan incluyente, tan expresiva! Salmona fue un arquitecto enamorado de la lectura, y por eso el diseño del Centro Cultural del Fondo es elástico en su corte: el aire verde de los cerros voluptuosos se desliza, juguetea; no sólo son diáfanos los pasillos exteriores y la fuente circular espejeando la librería sino los espacios interiores inundados de luz natural. A veces el Centro Cultural parece cobrar la forma de un libro abierto. Entrar a esta librería ya equivale a leer una arquitectura trazada en códigos literarios, poéticos. Hay de todo. Hasta un stand o repisa de Editores Mexicanos Independientes, con libros deliciosos y a precios aun más suculentos (¿Cuándo será que se unirán las editoriales colombianas independientes?).
En esta sección se encuentran los libros del gran poeta José Emilio Pacheco, especialmente sus mejores cuentos: “El principio del placer” (ediciones Era, decimocuarta edición, 2005, México DF). Se trata de un libro de 140 páginas con cuatro cuentos y una novela breve dedicada al cineasta Arturo Ripstein. ¡Pensar que en 140 páginas con letra grande se escondan tres cuentos antológicos y uno de ellos considerado como una de los mejores entre los de la literatura universal! (cuando otros escritores gastan 200, 400 páginas en innumerables sandeces). El cuento inolvidable es el último y el más corto y se titula “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”. Pacheco se remonta hasta los años veinte y se transforma en un vendedor de medicinas hospedado en algún hotel lujoso de La Habana. De repente al oriente de la isla, en Santiago de Cuba, los negros de los ingenios azucareros, “Dios Mío, se han sublevado, van a echar al agua a todos los blancos, a degollarlos, a destriparlos, qué horror…” Aterrado, el prudente vendedor abandona La Habana en el primer barco que salga “para México, pero si acabo de llegar de México, bueno, no importa, doy lo que sea”. La descripción de la capital cubana aparece espléndida: “brillan las fortalezas de La Cabaña y El Morro, todo parece en calma, quién diría que al otro lado de la isla los negros matan, violan, saquean, las torres del Malecón se borran, por un instante El Vedado aparece color de rosa, jardines, balnearios, palmeras, disminuyen, se vuelven como un dibujo chino en un grano de arroz, las aguas cambian de color, se oscurecen, nos hundimos en la curva del mar”. Noten el ritmo sin puntos, como el mar. Lo que le pasará al pobre vendedor en este viaje de afán entre La Habana y Veracruz es cosa de no creer: fantasía en su máxima expresión.
“La fiesta brava” es otro cuento de corte fantástico. Sucede en el Metro de Ciudad de México, protagonizado por un turista gringo antiguo capitán de la guerra de Vietnam que, obsesionado por las esculturas y la mitología azteca, atiende a la rara aventura de visitar una ciudad todavía oculta hallada en las excavaciones del metro: México-Tenochtitlan. Al pobre capitán – no sabemos si en un sueño o en realidad – le abren el pecho, “le arrancan el corazón, abajo danzan, abajo tocan su música tristísima, y lo levantan para ofrecerlo como alimento sagrado al dios-jaguar, al sol que viajó por las selvas de la noche”. En este momento de suspenso, sin embargo, el cuento nos remite a otra escena: a Andrés Quintana pensando en escribir un cuento sobre un viajero gringo en México. ¿Metacuento? Una creación que nos habla de su propia creación y hasta de sus influencias: “La noche bocarriba” de Cortázar y “Huitzilopochtli”, un cuento fantástico de Rubén Darío sobre un gringo en la Revolución Mexicana y sobre ritos prehispánicos. “México será la tumba del imperio norteamericano, del mismo modo que en el siglo XIX hundió las aspiraciones de Luis Bonaparte Napoleón III”.
México, quiere decir José Emilio Pacheco, supervivirá por los siglos de los siglos debido a la teoría del colchón. ¿Teoría del colchón? Sí, en México, como en el Caribe y gran parte de Latinoamérica, los imperialistas y los invasores por más fuertes que sean, al no encontrar un obstáculo o una resistencia, se hunden, se derraman como en un colchón. Nadie puede luchar contra el colchón: cederá siempre. En otras palabras, al venir a Latinoamérica los invasores se mestizan, se mezclan en este horno o caldo o sancocho de culturas. Hay otros tres cuentos por comentar de este breve libro, pero cuidémonos de las reseñas largas.