Revolución erótica. Las protestas de mayo del 68 se originaron por cuestiones sexuales, no políticas. Como las residencias estudiantiles obligaban a trazar una línea rigurosa entre los dormitorios de muchachos y de muchachas, la falta de sexo, de libido y de placer desesperó a los estudiantes. Yo también hubiera protestado: los moteles son muy caros y los que son baratos: sucios, desteñidos  (aunque todo depende de la pareja..). El general Charles De Gaulle no entendió bien a los jóvenes porque ya estaba anciano y su represión policial no hizo sino alterar los ánimos. Luego aparecieron los anarquistas, los sindicalistas y todos los espíritus gregarios, sobre todo los comunistas, que, en su locura dialéctica, intelectualizaron todo. Para ellos la protesta sexual se explicaba también con el sistema económico (¿ignoraba Marx que las chicas de clase media, de madres solteras, son las mejores en la cama?), de suerte que la economía francesa se paralizó durante todo un mes.  

Tanto intelectualizaron los franceses su tal ‘mayo del 68’, que hoy deben existir hasta doctorados sino maestrías y largos semestres sobre un problema de estudiantes calientes, cansados del ‘actus imaginativus’. Es decir, lo que antes se tomó como una diversión es hoy una aburrida materia de estudio.

                                

Lo mismo ha pasado con Woodstock de 1969. En aquellos tiempos, el rock era una distracción de los estudios, ahora podría ser perfectamente lo que va a impartir un aburrido profesor de Oxford o de Harvard. El anterior apunte me lo suscitó el ensayista inglés Terry Eagleton, en cuyo reciente libro ‘Después de la teoría’ (‘After theory’) se queja con toda razón de nuestra era posmoderna. Los nuevos intelectuales piensan que la ‘vida normal’ de la mayoría es una cuestión de normas y convenciones, por tanto, algo intrínsecamente opresor. Consideran que no puede haber una misma ley para el león que para el buey, pues ellos son seres pensantes y si ejecutaran algún crimen o delito lo harían ‘conscientes’ y no por instinto; tema por lo demás que hace mucho resolvió Raskólnikov en ‘Crimen y castigo’. Los nuevos intelectuales desdeñan el siglo XIX, pero nadie más decimonónicos que ellos. Son en el fondo reaccionarios, sentencia el ensayista inglés. 

Porque si la gran conquista de la humanidad ha sido el liberalismo (no se confunda con un partido político colombiano) de aceptar leyes generales para que todo el mundo tenga garantizadas en su vida las mismas oportunidades para desarrollar su personalidad única, no hay razón para que Derrida y Foucault lo culpen de todos los males del siglo XX. Qué: ¿no fueron los totalitarismos de izquierda y derecha?

 Hay, pues, una extrema susceptibilidad de los intelectuales, tal vez por vivir en mundos abstractos. Consideran que toda autoridad es sospechosa y detestan a las mayorías. A cambio idolatran a las minorías, sin sospechar que son esas minorías las que engendran los fascismos Así empezaron Hitler y Stalin: con una desintegración aparente de la sociedad burguesa en multitud de subculturas (piénsese en gays, lesbianas, afros, blancos, judíos, punks, metaleros, vegetarianos, etc…) Los intelectuales posmodernistas cometen una torpeza al atacar la objetividad de las cosas, con el fofo argumento de que la mayoría está con esa objetividad y por lo tanto esa mayoría es bruta. Pero tampoco confían en el individualismo puesto que no creen en los individuos. Y por acá aparece el más crudo apunte del ensayista inglés (experto en este tipo de humor): ‘si el marxismo nació para analizar la lucha de clases entre obreros, se ha convertido en una curiosidad para analizar la literatura’. Simuladoramente los posmodernos alaban la modestia – y solo los idiotas son modestos, ¡oh Goethe! -, se estremecen ante el concepto de lo universal y desaprueban la perspectiva general.
 
De vivir en la vaguedad y en la indecisión, ha acusado Eagleton a esta era posmoderna. Ahora, dice, se considera incómodo o autoritario sostener un punto de vista con convicción, mientras que ser confuso, escéptico y ambiguo es de algún modo democrático. ¿No lo vemos en la mayoría de columnistas de periódico que viven peinando el bien y el mal? Los académicos, por su parte, caen en lo contradictorio: hablan de cuestiones comunes en un lenguaje poco común.  No puede ser casualidad azarosa que el fracaso de mayo del 68 coincida con el ascenso de la conciencia lingüista en su sentido más formalista. Para ellos el lenguaje no es más que ruidos, estructuras. A todo les dio por buscarles raíz o prolongar interpretaciones hasta el infinito. No; la inteligencia consiste en comprender nuestros límites.   

¿Qué tipo de pensamiento exige esta nueva era? Hoy que hablamos de crisis ecológica, amenaza natural, muerte de los ecosistemas, también es posible hablar, para José María Valverde, sobre la muerte de las ideas. Los jóvenes  que siguen con la estampa del Che en la camisa de fuerza son los más conservadores y retrógrados: no han cambiado en nada las ideas de sus papás. Son bestias que empuñan signos. Renovarse o morir.