Aunque figuró
en la antología 13 poetas nadaístas (1963), MARIO RIVERO renegó
de la escuela tres años después con la publicación de Poemas urbanos
(1966). Renegó porque ya quería expresarnos algo: nada menos que toda
la fauna social de la ciudad, frente a la cual nuestra poesía se había
mostrado reticente por no decir que desdeñosa. Si Charry Lara y Rogelio
Echavarría escarbaron en el surrealismo citadino, Rivero hizo un
esfuerzo por contemplar la ciudad de una manera objetiva, sobre todo en
lo referente al asunto social, pero no del tipo social al que está
acostumbrada Latinoamérica. Sus poemas no transmitían consignas
políticas. No. Sólo nos muestran los estratos sociales como un juego
circense (por cierto, Mario Rivero o Cataño hasta trabajó en un circo).
Tomemos aquel poema maravilloso sobre un domingo en el Parque Nacional
de Bogotá: exhibe cómo van los policías vestidos de civil que tienen
una novia que es una empleada doméstica; tipos parados en las esquinas
mascando chicle mientras ven pasar secretarias en descanso. O el poema
«La calle», que puede ser cualquier calle del mundo.
La calle
Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
uno no se explica por qué
suceden tantas cosas en un minuto
en una hora en doce horas
desde que el sol preña la tierra
Tiene puertas como bocas sin dientes
Las mujeres se asoman a las ventanas
y miran tan lejanamente…
Sobre un alambre en el que los días
hacen equilibrio cuelgan a secar
medias camisas y pantalones rotos
Tres mujeres con cara de pocos amigos
esperan el bus. son modistillas
que van a los talleres de la ciudad
a coser su miseria con una aguja de oro
La beata de enfrente
acaricia con uvas a un gato lustroso
y le dice «my darling»
mientras un estudiante regresa
a su cuarto de hotel
donde la cama en actitud de mujer pariendo
espera su saco de huesos
y colgado en la pared con una cinta
el retrato de la novia
que se ahorcó en sus trenzas
y ya tiene dos hijos parecidos
a su marido el boticario
Al final de la calle está la casa
del farolito rojo
a donde van prostitutas niñas
con pelo color de miel
y senos como dos monedas de centavo frías
Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
se ven éstas cosas y otras cosas…
Harold Alvarado Tenorio acusó a Rivero
de no hacer poesía sino caricaturas por «pintar pobres diablos, gente
fea y triste, víctimas del Frente Nacional», y sobre todo por ser
«avaro con el lenguaje». Tiene razón, pero la simplicidad
no anula la capacidad de producir imágenes. No por ello carecen de
virtudes ornamentales algunas de sus metáforas. Hay una estética en
cada cosa, aun en la contra-estética o en la anti-poesía.
En sus siguientes
poemarios, Noticiero 67, Vuelvo a las calles (1968),
Y vivo todavía (1972), Baladas sobre ciertas cosas que no se
deben nombrar (1972), Rivero comulgó mucho más con el universo
urbano, lo tornó más nítido. Si la intención era trovar la aglomeración
citadina ninguna forma se ajustaba mejor que la balada: canción de
ritmo lento y de tono melancólico provocada por sucesos cotidianos,
es decir, tomados de una mitología de malévolos. Que estuviera hostigada
de elementos anti-poéticos, el quid del asunto residía en convertirlos
en poesía: mujeres amantes de mafiosos, despechados por el desamor
de alguna prostituta; vagos, borrachos, etc.
Sus baladas, aunque carezcan
de métricas, recogen la fuerza que ganaba el tango en las tabernas
de Medellín y Bogotá (un año después Mejía Vallejo publicaría
Aire de tango, 1973). Si a ratos sentimos la orfandad del tradicional
«lenguaje poético», éste se reemplaza con la incorporación
de letras de boleros y tangos al cuerpo de los poemas. El parecido cobra más
fuerza al advertir que en ambos casos, tanto en la poesía como en la
narrativa, ambos escritores antioqueños redujeron la visión subjetiva
(no la anularon como quiere Alvarado Tenorio), dando paso a la desnudez
de las voces colectivas o populares. Sólo que en el cuerpo interno
de la literatura aquellas voces y gestas urbanas, por más reales que
suenen, no dejan de ser ficciones del propio poeta por cuanto éste,
al depositarlo en el poema, tiene que transformarlas en escritura, en
precisión verbal y mental que nunca será igual al movimiento desordenado
del habla. El «Tango para Irma la dulce» parece,
en efecto, una brevísima novela vertiginosa en forma de poema por el
suspenso de los dos amantes, lo que demuestra preocupación por la forma, un
trabajo de pulimiento. Mario Rivero tampoco ignoró la presencia del cine
en la conciencia colectiva, cuyas estrellas – pistoleros y
vaqueros de los westerns – puso a flotar en sus Baladas .
La última o única vez que conversé con Mario Rivero
fue en el café Bek, en la calle 19 con cuarta, a media cuadra de la
estación Las Aguas, donde hay un retrato de Germán Espinosa a la
entrada. Le pregunté porqué, habiendo sido cantante de tango,
cirquero, trotamundos (me habló de un viaje con el prosista Eduardo
Mendoza Varela por el Mediterráneo, de una larga vivencia en México
florido y espinudo…), porqué, pues, no se había lanzado a escribir
novelas. «¡Bah – me dijo – Mi vida misma ya es una novela». Andaba
siempre con un maletín de ejecutivo, con varios ejemplares de su
revista «Golpe de dados». Me regaló varias. Se atrevió hablar más. «En
este país – dijo – todo funciona a través de mafias; parecemos
italianos; construya su grupo, su mafia, si no quiere que lo arrasen».
Le conté que al otro día me iba para Londres. «Si… a ver si allá puede
conversar con tanta tranquilidad como acá, y a esta hora». Eran las 10
de la mañana. Y sí, tenía razón: ya ni allá ni acá se puede no tanto
por el tiempo como porque ya se están yendo los últimos
conversadores.