«… Dícese de ellos que son hombres de Estado… Los hombres providenciales acostumbran emboscarse en las palabras o presentarse como enigmas, para que la credulidad los eleve, y al estar en las alturas, bien seguros, los traidores y farsantes adquieren celebridad política entre las gentes… No hay un solo providencial que no se presente como mártir, como redentor, como reformador; todos con un expediente arreglado y limpio en que resplandece la buena fe. Los partidos se alucinan, se entusiasman, se apoderan de ellos como de un pendón, los cargan en andas, los llevan a la plaza pública, al debate, a las urnas y a los campos de batalla en donde les rinden la oblación de la sangre; después lloran lágrimas tardías de arrepentimiento, cuando el providencial desenmascarado hace de su bordón de peregrino un garrote para medirles las costillas a sus admiradores. Sucede esto una y otra vez…»

«Son fuertes: edificaron en la ignorancia que es prolífica, en el miedo que es contagioso, en la debilidad que es un baluarte. Son ricos, amados, servidos, poderosos; decretan la guerra, la atizan, derraman sangre; ¿qué se aduce, pues, para inhibirlos de la investigación y la crítica de los escritores? Ni guardan cautela, ni si están callados la boca para que no se repare en ellos; por el contrario, saltan a la palestra, embisten, excomulgan, abren las puertas del infierno, empujan los fieles al sacrificio, se endiosan en el triunfo y se yerguen amenazadores en la derrota. Los de hoy son los de ayer; iguales en torpeza, codisia, ira, venganza y lujuria».

«Desean y piden los dueños de la tierra que se les conserven sus siervos; los clérigos que se les afiance en la rapiña; los ladrones que se les garantice el robo; los traidores que se les encargue de la honra y los políticos infamados que se les devuelva la dirección de los negocios públicos. Alega la ignorancia, tira de su parte la codicia, irrumpe la desidia, se yergue la soberbia, pugna la ira y toda esa música asnal, ese ruido de grajos, es la tradición para los oportunistas. ¡Mal rayo la parta!»

 

EL INDIO URIBE, mejor conocido como JUAN DE DIOS URIBE (Andes, Antioquia, 1859-1900)                    

El Indio Uribe, como lo apodaban por su simpatía hacia los menos favorecidos, publicó en los periódicos de su tiempo artículos, panfletos y hasta narraciones políticas que conmovieron hondamente. Se dio cuenta de que el cultivo de la prosa puede ser objeto de una forma cercana a la poesía, y se engolosinó con sus sonoridades y recursos. Expuso sus ideas en períodos rítmicos. En ellos, la idea cobra vigor no sólo por ella misma sino también por el ritmo de la frase, en la cual se critica duramente pero sin herir, pues el lector queda conmovido y deleitado con la belleza de la forma. Los académicos-políticos a quienes atacó, en especial Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, se escandalizaron menos por sus ideas que por su prosa: de una fonología, de una morfología y de una sintaxis de suntuosa irregularidad. Escribía con contrapuntos rítmicos. Era el arte de la prosa al servicio de confusas ideas políticas. Murió ardiendo. Desterrado por el regimen en Ecuador.

De él dijo Tomás Carrasquilla:

«El Indio… Yo no sé que será este hombre! Espíritu celeste o satánico… se me antoja que nadie lo supera en nuestra lengua… La prosa del Indio es única y soberana en los dominios de la lengua hispánica. Su corte, su estructura, su numen, aquel casticismo hipócrita, aquella limpidez helénica, aquel matizar suyo, aquella variedad en la unidad son un secreto que sólo el Indio poseyó…»