Quizás ello explique la falta de público en los
innumerables actos que ha habido y que habrán durante todo 2010. Quizás ello
explique también la pobreza investigativa y el temor a una revisión crítica de
200 años de una democracia mentirosa, de una oligarquía simuladora y de una
masa acomplejada y tímida.
Las celebraciones oficiales y masificadas del
Bicentenario son efímeras. El ciudadano colombiano
es el menos nacionalista (en el buen sentido) de Latinoamérica. Hay cierto menosprecio
por lo típico y mucha incomodidad por la crítica, sin la cual nunca habrá
celebraciones profundas. Además el Ministerio de Cultura está en manos de quienes no
saben hacer «cultura», porque el intelectual es visto como alguien «raro»,
torpe e impráctico. Los tecnócratas de la cultura todo lo producen por encargo,
no sólo porque no son escritores o intelectuales, sino porque el estado carece
de editoriales propias. Este año del Bicentenario habrá un gran auge del blablablá.
No es que las instituciones culturales sean malas en
sí mismas; los malos son los funcionarios que se entregan demasiado al mundillo
social (léase cocteles, lanzamientos, lobbies, cabildeos o intrigas) olvidando
cultivarse a sí mismos. Hay que colaborar en el ámbito institucional («creencia
nada anacrónica que hoy coincide con los planteamientos de Jürgen Habermas»),
pero sin descuidar nunca el cultivo del jardín interior: nuestras lecturas o investigaciones
personales y nuestra misión por adquirir un criterio.
No me fío mucho del Bicentenario. No creo que doscientos
años definan la historia de un pueblo o de un conglomerado humano. Porque la
república de Colombia (cuyo nombre lo ideó Francisco de Miranda, un venezolano)
no brotó de la nada. Colombia
no sólo es el fruto de varias culturas nativas que no tuvieron el tiempo
necesario para crear su propia civilización como en Perú o en México, sino –
como toda Latinoamérica – el producto de la civilización latina-occidental que
se asimiló a este territorio por la expansión y la violencia.
Resulta idiota
decir que los españoles «nos conquistaron» y que nos «independizamos» de ellos.
Aparte de inventar odios, pues los españoles de ahora no son los que vinieron hace
500 años ni con quienes peleamos hace 200, esa visión sólo infla de vanidad a
los europeos y justifica a gobernantes como José María Aznar para imponernos el
visado; recuérdese que Colombia fue el último país de Suramérica que España
reconoció como república (sólo en 1881) y a cuyos ciudadanos más restricciones impone
ahora mismo. Si el gobierno colombiano quiere hacer algo por el Bicentenario
que empiece por negociar con el de España el intercambio académico y por
facilitar y abaratar el turismo entre ambos países.
El concepto
racial hace rato perdió su validez histórica. Hay que insistir que una cultura
se determina ante todo por el idioma, por el lenguaje. La patria es el idioma, se
dice. Entonces si somos 500 millones de hispanohablantes – de compatriotas – deberíamos
volver a unirnos como el commonwealth británico en una ciudadanía hispánica y
aun portuguesa.