No hay calle, vía o acera que él no haya destrozado…, al punto que el mito de la Atenas Suramericana ya suena bastante inexacto. Debería ser, más bien, Esparta. Basta probarse en la vida cotidiana de la Esparta Suramericana. Los buses se desgañitan en la guerra del centavo; no hay subsidio de transporte (claro, es privado) ni para ancianos ni para escolares; el que no tiene, de malas. Si el taxista conduce como rey de la vía, lo cierra una camioneta oscura de traquetos; nos pitan o nos llenan de bocinazos si ganamos ventaja en un trancón; y gritamos y nos encarnizamos con el claxon (iba a decir con el pito, pero suena muy fálico para otros hispanohablantes) si nos roban el carril. Todos nos creemos reyes. A ratos me pregunto si para moverse a través de Bogotá y de Colombia no deberían formarnos en la educación espartana o agogé, que en griego vendría a siginicar educación del movimiento para la guerra.
Hay un mito con el tema de la inversión extranjera. Es el carácter de ciertos colombianos el que impide a los inversionistas gringos o europeos radicarse en su territorio. El empresario en general está orientado hacia las mejores condiciones de vida, y no es capaz de competir con comerciantes ultra-astutos y acostumbrados a vivir entre el desorden. ´
¿Atenas Suramericana? Nunca. Esparta tal vez. En plena posesión de Santos – no se me olvida – sobrevolaron aviones de guerra como mostrándole los dientes a los invitados. Pensábamos que ese show resultaba más propio del talante venezolano al que el ex imperio español salpicó de fuertes militares en el Caribe. De allá brotaron en tiempos de la Independencia los principales generales: Bolívar, Páez, Sucre… Que casi nunca dispararon. La carne de cañón, la mazorca que aportó los granos, muchachos que no han dejado de matarse entre sí durante 200 años, fue Nueva Granada.
¿Pero a quién diablos entonces se le ocurrió el apodo de Atenas Suramericana?. Claro. A un mediocre viajero argentino llamado Miguel Cané que en 1882 arribó en una recua de mulas a la plazuela de San Victorino, que era el paradero de los que venían subiendo de Honda y mucho antes del mar hasta Bogotá. El gaucho insufrible se apeó con ademanes de gran caballero, y creyó hallarse en tiempos prehispánicos por tantos rostros aindiados. Antes no hizo sino quejarse de creer hallarse en África remontando el río Magdalena desde Barranquilla. Se creía europeísimo. Caminó por la avenida Jiménez – abajo restregaban ropa las lavanderas en las aguas del río San Francisco – hasta el marco de la catedral, donde lo recibieron unos señores elegantísimos. Fueron a la casa de Miguel Antonio Caro. Quien no lo dejó juntarse con la chusma de los intelectuales liberales, es decir, con Jorge Isaacs, el Indio Uribe, Vargas Vila, Felipe Pérez, el negro Obeso y la familia Silva. Otra idea se hubiera llevado de Bogotá. Pero tampoco el gaucho insufrible quería dañar su chiste de que existiera, en una aldea bañada apenas por un confuso rayo de civilización, unos señores que leían a Virgilio y admiraban al imperio romano de cuyos césares se creían descendientes. Pero he ahí su mediocridad. Cané confundió el griego con el latín y a Roma con Atenas. Ni lo uno ni lo otro. La cosa era – es – Esparta