En tierras fértiles en palabrería barata y verbosidad más o menos feliz, los panfletarios son gente exitosa: manipulan el arte de la prosa hacia la chismografía, la ruindad, la gresca, la bobada política y literaria. En las letras colombianas no hemos tenido casi pensadores. Con dificultad se encontrará en la historia de nuestro desarrollo intelectual ensayistas a la altura de Carlos Arturo Torres o de Baldomero Sanín Cano.
«No hay en nuestra América ejemplo como el suyo de indiferencia para el éxito», decía de Sanín Cano el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Ni siquiera aspiró a escribir libros: se contentó con escribir ensayos y abandonarlos a la incierta fortuna de los diarios y las revistas. Esperó a los sesenta años para publicar propiamente libros. Sus amigos editores alcanzaron a compilar ocho: La civilización manual y otros ensayos (Buenos Aires, 1925), Indagaciones e imágenes (1926), Crítica y arte (1932), Divagaciones filológicas y apólogos literarios (1934). Letras colombianas (1944), Obras, tipos, ideas (1948), De mi vida y otras vidas (1949) y El humanismo y el progreso del hombre (1955). Sus ensayos son relativamente cortos, y en ellos la reflexión surge del recuerdo, como si lo escrito tuviera años de haberse conversado y paladeado, de haberse cuajado en el espíritu.
Años en Europa, especialmente en Inglaterra, moderaron su estilo. Acaso el tono de su prosa, tan lacónica, provenga de la prosa inglesa. Sanín Cano no experimentó el tormento por la forma. Tenía una idea distinta sobre el lenguaje y la literatura de la que había dado don Rufino José Cuervo. Para Sanín Cano las lenguas no son inmóviles, cambian continuamente; el castellano, pone como ejemplo, no perdió nada cuando los clásicos del Siglo de Oro imitaron formas del italiano, por el contrario, «se enriqueció con maneras preciosas de decir lo sentido, hizo posible la prosa de Cervantes caudalosa y pintoresca». Hay otro ensayo suyo revelador titulado «De lo exótico». Demostró que con toda naturalidad un individuo residente en Chigorodó o Tititribí, aislado materialmente del resto del mundo, podía estar interesado en la gravedad de una novela francesa, en los conceptos de algún novelista ruso o en las ideas de un pensador escandinavo. Internet le ha dado la razón. Fue un librepensador, y confesó en su último libro: «creo en ciertos principios éticos, pero en el mundo de la ciencia, de la política, de las artes, la verdad es condicional y transitoria». Con razón Pedro Henríquez Ureña lo consideró «el espíritu más radicalmente libre de Colombia».
Sebastián Pineda Buitrago