Muchos diplomáticos -cuotas políticas- son evasivos con la cultura de su propio país porque carecen de intelectualidad, pero también porque temen ser cuestionados. Basta conocer un poco de historia para comprobar el papel vergonzoso de nuestras élites, su papel traidor. Confunden cultura con simulación; buenas maneras con inteligencia. Cuando asisten a un evento cultural van solamente al coctel, y se escapan o se escabullen apenas empiezan las conferencias. No representan a un país; sólo figuran; cuidan la buena imagen de un presidente vanidoso, vacuo, astuto, sórdido; y detestan al pueblo y lo explotan. Regalan los intereses de su país -minas de oro, puertos, petróleo, carbón- por una buena cena en París o en Londres.
La gente con sentido crítico debería desafiar a las élites. No dejar en sus manos la imagen de un país. Exigirles. Sin prisa, sin violencia. Entre otras cosas porque, poco a poco, las élites se irán auto-destruyendo.
¿No lo ven?
La historia -la presidencia- que acaba de pasar es la menos apreciada. El presidente inmediatamente anterior es el más impopular. Es, en cierto modo, el enemigo.
La psicología del pueblo simpatiza con el amo, pero apenas éste cae, lo aplasta. A quien ayer adoraba porque tenía poder, hoy lo desprecia por su fuerza perdida. El político, que ejerce su poder en impresionar a las multitudes insistiendo en un solo aspecto de la realidad y fingiendo ignorar todo lo demás, se confía del apoyo popular sin saber que esto de los más inestable. Él mismo es inestable. Ignora que su aliado de hoy, mañana será su enemigo.
Si una élite política a la altura de nuestra época no quiere morir por falta de afecto ciudadano, no tendrá otro remedio que volverse un poquito culta. Releer críticamente su propia tradición.
Sebastián Pineda Buitrago