Ayer teorizó sobre el amor el neurocientífico Rodolfo Llinás. Dijo que en el cerebro humano está el chip del amor eterno y que existe como una acción de patrón fijo. Que la naturaleza -porque él sostiene que Dios es una invención del cerebro- nos dotó de esa noción. (¡Vaya, como si el amor eterno no fuera otra invención del cerebro!) Y cuando explicó que uno no se enamora de una mujer porque tiene unas tetas buenísimas sino que uno se enamora de su cerebro, Llinás me hizo pensar en un episodio de «En busca del tiempo perdido» de Marcel Proust.
En un «Amor de Swann» (primer tomo de «En busca del tiempo perdido»), Proust registra con maestría un caso de amor rarísimo entre dos polos opuestos, entre una chica más bien simplona y un tipo demasiado snob o fino. Ella se llama Odette y él Swann. No hay amor a primera vista porque Swann la juzga fisicamente feíta. «Odette era una de esas mujeres -todo el mundo tiene las suyas, diferentes para cada cual- que son el tipo opuesto del que nuestros sentidos reclaman. Para gustarle, tenía una nariz demasiado chata, la piel demasiado frágil, los pómulos demasiado salientes. Sus ojos marrones, de un color como sucio, eran chiquiticos y hacían que pareciese siempre tener mala cara o estar de mal humor». Pero si no la había juzgado hermosa, Swann sí que la había juzgado fácil. Sin dificultades para gozar con ella. Y aunque salía con otras chicas, le pareció retador que Odette lo mirara con cierta pasión desdeñosa: fría, oculta, libre de complicaciones.
Swann fue desde el principio delicado en no hacerle daño a Odette. Él no tomó, en cambio, las suficientes precauciones sentimentales. Y cayó. Ahora, cuando ha querido recobrarse, serenarse, tarda mucho tiempo. Primero. No puede creer que se haya enamorado de una chica que siente lejos de lo que debería ser su tipo físicamente; de una chica que objetivamente le parece algo fea. Segundo. No puedo creer que, aun confesándole sus sentimientos, no logre obsesionarla como él lo está por ella. Tercero. No puede creer que cualquier cosa, la competencia de otro pretendiente que pueda o no ser su amante, amargue su existencia. Lo precipite en la duda. Lo obligue a la vigilancia. A perseguirla por todo París. No vale la pena seguir así. Swann se lo ha dicho. ¿Pero qué puede hacer Odette al respecto si sabe en lo íntimo de su ser que, más bien, persistir en esa vaguedad sentimental asegura que él esté obsesionada por ella? Y Odette podrá ser todo menos torpe.
«De todos los modos como sobreviene el amor -teoriza Proust-, uno de los más eficaces es sin duda ese gran arranque de inquietud de que a veces somos presa. Entonces la suerte está echada. Ni siquiera es necesario que nos gustara hasta entonces más que otras, sino sólo que nuestro gusto por ella se vuelva exclusivo. Y esa condición se cumple cuando a la búsqueda de placeres que su encanto nos brindaba substituye bruscamente en nosotros -en el momento en que nos falta- una necesidad ávida cuyo objeto es esa persona misma, una necesidad absurda, que resulta imposible de satisfacer y difícil de curar en razón de las leyes de este mundo: la insensata y dolorosa necesidad de poseerla».
Dice el neurocientífico Llinás que «amar es cerebralmente un baile y hay que bailar con el que pueda danzar con el cerebro de uno». ¿Pero quién nos entiende?
Swann ya no puede bailar más al paso cerebral de Odette. Regresa a casa, ya pasada la medianoche, agobiado de amor y celos. La ha buscado -perseguido- por varios restaurantes y la ha hallado en uno, cenando con su mejor amiga. Disimula serenarse y, no bien se retira la amiga, en vez de someter a Odette a un interrogatorio por no haberle avisado dónde estaba, Swan se apoya en su hombro ocultándose entre su pelo, rompiendo en seco sollozo para evitar la mirada de los demás comensales. La ama y la desprecia al mismo tiempo. Se quema en su propio amor egoísta y posesivo. Y quisiera un amor armónico, más inmóvil, más plenamente visible, ajeno a tanto hermetismo sin tantas máscaras y silencios. En su apartamento de soltero -como curación o desquite de sus pasiones oscuras- a Swan lo esperan sus litografías luminosas, reproducciones de sus pintores favoritos.
Quizás decida terminar, mandar al carajo a Odette. Sólo hubiera querido penetrar su corazón con el rayo diáfano de la evidencia científica o de un lienzo de Vermeer.
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Sebastián Pineda Buitrago
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Utilizo la traducción de Carlos Manzano, Proust, «Por la parte de Swann», Lumen, Barcelona, 2001.
La imagen de la chica con el teléfono la tomo de este enlace: http://telephoniste.free.fr/art/
Las demás imágenes son de Vermeer.