El primer mandamiento de quien escribe en un diario es ver, mirar, observar bien el mundo en torno: lo inmediato, lo circunstancial, en conexión con la historia. “Los problemas no tienen solución, sino historia”. (Gómez Dávila). “Yo soy yo y mi circunstancia” – decía José Ortega y Gasset hace cien años–, “y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

Lo dijo en Meditaciones de Quijote, de cuya publicación celebramos 100 años. Deberían ruborizarse los intelectuales de nuestro idioma que no hayan leído este libro y que desdeñen al pensador español como si yaciera en un “lecho de mustias hojas”.

También celebramos el centenario de la publicación de Niebla (1914), la novela o “nivola” [rompedor de géneros] de don Miguel de Unamuno. Yo la acabé de leer hace unos días, y admito que solo me pareció genial el capítulo XXXI –el resto me aburrió–  cuando, antes de que el protagonista se suicide, “ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de este relato”. El tonto del protagonista, un pseudo-intelectual, acusa de loco, de atrasado y de «español» al autor. Y ahí sí que se emputa el bueno de Miguel de Unamuno:

¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote; un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español… (p. XXXI).

 

Siguiendo la idea del «yo soy yo mi circunstancia» lo mismo que dice Unamuno con lo español podría decirlo cada cual en relación con su país o su terruño o con su lengua. Quiero insistir en ello. Quiero insistirles a los mentecatos que durante la primera mitad del siglo XX ellos, Unamuno y José Ortega y Gasset, fueron los maestros de la gente pensante hispanoamericana, no por prejuicios colonialistas, sino porque son cosa nuestra y muy nuestra. Unamuno leyó con furor la literatura colombiana de su época y también le sonó cosa suya y muy suya. (véase de Unamuno, “De literatura colombiana”, en Letras de América y otras lecturas, Obras completas IV, Madrid, 1966, p. 868).

La desorganización y el uso de improperios y groserías, como señalaba Ortega de Pío Baroja, me parecen también las características del colombiano. Compré, cuando estuve de vacaciones en Colombia, Casablanca la bella (2013), la última no-vela de Vallejo. Ahí está el histerismo colombiano en su esplendor. Porque es bien sabido que no existe pueblo de habla española que posea caudal tan rico en groserías y en injurias, y entre el colombiano, el antioqueño o paisa es el más delirante. Escuchen o oigan, nos pide Vallejo paseando por la calle Junín de Medellín, cómo se expresaba un señor muy elegante hablando por celular:

“¡Vieja tretahijueputa! Te voy a degollar con un cuchillo de carnicero y a picar en trocitos para rellenar morcilla. No sabés con quién te metiste, malparida. Y decile al man que este año no va a comer natilla con buñuelos”.   

  Qué gran imaginación lingüística se celebra Vallejo a sí mismo. Él escribe con el oído más que con los ojos. No ve su realidad más inmediata: la de la colonia Condesa en México DF, donde vive hace rato. Siempre me ha parecido curioso por qué nunca García Márquez, Mutis (que ya murió) o Vallejo se han metido a fondo en la realidad mexicana, con tanto tiempo viviendo en esta “ciudad deshecha, gris, monstruosa”, como decía José Emilio Pacheco en el poema “Alta traición”.

Yo voy para tres años en México DF y me parece imposible no impregnarse de realidad –de locura– mexicana: puestos de tacos en todas las esquinas, aun en la colonia Condesa o en el barrio el Pedregal donde, dicen, vive G. Márquez; vendedores ambulantes aturdiendo cada vagón del metro; ver en cualquier esquina, entre gente normal y bella, señoras y señores panzones de cara redonda que sonríen con la alegría imperdonable de sentirse horribles, gordos de tanto echar tacos y embutirse quesadillas y bogarse mil coca-colas al día. México es el país con más obesidad del mundo. Dice mi amigo Conrado Arranz, del barrio Vallecas de Madrid, cómo en México uno no tiene que buscar comida sino que la comida te busca. México: cuerno de la abundancia, de las instituciones devoradoras de individuos, de la cortesía incapaz de la polémica, de los mil dioses, como decía María Zambrano.

Termino esta entrada contando  el nacimiento de otro dios en México: José Emilio Pacheco. No es ironía. El lunes 27 de enero asistí con mi novia Diana a su sepelio en El Colegio Nacional (detrás de la Catedral): mucha gente, muchos jóvenes llevándole flores y poniéndose en guardia, por turnos, frente a su ataúd. Nosotros también hicimos un minuto de guardia. Todos los periódicos de México le dedicaron el domingo los magacines literarios a Pacheco. Evocándolo.

Tras publicar mi evocación (véanla aquí en El Tiempo: el poeta-profeta), me atreví a polemizar preguntando por qué en México no se polemiza. Me despido, pues, con esta otra entrada: Polemizar en México.

*Posdata: Y volvemos al ruedo como se dice en burdo lenguaje taurino. Prometo escribir una entrada cada domingo o lunes –cuatro por mes– con impresiones semanales.