Gane o pierda Colombia, este viernes nos embriagaremos y probablemente amaneceremos con guayabo el sábado. Haya o no haya ley seca no tendremos pedo para la peda, como dicen nuestros amigos mexicanos.
No más el sábado pasado, viendo el partido contra Uruguay, bebimos de lo lindo con la gente de la colonia colombiana en un restaurante bogotano por la Colonia Roma (no sé por qué en México a los barrios lo llaman colonias), y tras el triunfo salimos a saltar en la calle Medellín deteniendo el tráfico con toda la hinchada amarilla azul y roja. La mayoría de conductores pasaban sonriendo dejándose contagiar de nuestra euforia. Solo el motociclista de una pizzería, cabreado por llevar tarde su domicilio, aceleró gritando “esto es México, cabrones; esto es Méxicooooo”, y se perdió calle Medellín arriba –calle que debe su nombre no a la ciudad colombiana sino al pueblo de Extremadura, España, donde nació Hernán Cortés.
Se demoraba la policía y cuando al fin llegó, con sus sirenas y luces intimidantes, azuzó aun más la algarabía del tambor, la gaita, las maracas y las gargantas. Los tres agentes policiales que se bajaron de sus autos, antes condescendientes que severos, se limitaron a controlar el tráfico mirando con disimulo a las colombianas alegres que bailaban en plena calle: un ojo pal gato y otro pal garabato.
Como se enfriaba el aire, mejor nos fuimos a la casa a seguir bebiendo, cantando y bailando, y varios amigos mexicanos se nos unieron: cualquier excusa es buena para la alegría. Pusimos toda suerte de canciones colombianas en YouTube, desde el tango «Lejos de ti» de José Barros, pasando por «Buenaventura e Caney» hasta «Fidelina, Fidelina, ay, ay, ay…»
Al otro día me desperté con guayabo claro. Mareado y con dolor de cabeza, pero con mi novia. Sin arrepentimientos. El guayabo negro lo relató muy bien en un cuento Efe Gómez, pseudónimo de Francisco Gómez Escobar (Fredonia, Antioquia, 1873-1938). Fue Efe Gómez un cuentista-minero: cavó y sonsacó el oro y el barro que pueblan el alma humana.[1] Y denunció que en Colombia tanta apología a la vida práctica —a la minería, a la arriería, al comercio, a la mafia, al trago, “hijueputa”— había traído como consecuencia delirios de grandeza y enormes complejos de superioridad.
En su cuento “Guayabo negro”, publicado por primera vez en la revista Lectura breve de Medellín (1923), Efe Gómez relató con una intensidad dramática asombrosa lo que el influjo del alcohol hace sobre la psicología humana. Presentó a dos ingenieros, compañeros de trabajo y grandes amigos, pero que una noche, alterados por el alcohol, tienen un enfrentamiento en el que uno termina asesinando al otro. El cuento empieza al revés, con un arranque que le gustaría al novelista Juan Cárdenas: con el zumbido que los azúcares del alcohol dejan en el cerebro del borracho al despertarse. Una nada. Una pantalla en blanco.
Algunos hinchas uruguayos, ardidos, han acusado a Colombia de no tener historia. No podrá tenerla en el fútbol; pero la historia de un pueblo se conoce en una borrachera: por las canciones que canta, por sus monólogos, por sus insultos, por sus gestos. Y a juzgar por nuestras borracheras nacionalistas o futbolísticas, en donde quedan como saldo miles de riñas, Efe Gómez se preguntaría si no irrumpen en los cerebros de los borrachos colombianos «una procesión de fantasmas del pasado que empuñan, mandan, ordenan, desatan pasiones y hasta imponen su ancestral crueldad: el indio salvaje y caníbal; el aventurero sin entrañas que roba y viola; el negro amarrado en las bodegas del buque negrero que forja proyectos de venganza contra los que lo vendieron y contra los que lo compraron, contra la tierra y contra el cielo, en su odio negro».
Jamás o “James”, como la canción de los hermanos Ospina, hemos logrado permanecer serenos ante el triunfo o la derrota.