Yo tenía 7 años el 9 de noviembre de 1989 y estudiaba en el Colegio Alemán de Medellín.
Ese día tuve la suerte de que el profesora Frau Klengel, que me conducía por indisciplinado y cansón a la oficina del rector, se detuviera a mitad del pasillo, llena de asombro y de felicidad. Un colega de ella, Herr Mandred, acababa de pasarle un fax –para entonces no había Internet– con la portada de Die Zeit.
Al otro día no tuvimos clase. Supongo que la noticia de la caída del Muro de Berlín debió alegrarme muchísimo. La mente infantil comprende de inmediato que cualquier muro es como una prisión, en especial las paredes del salón de clase. Quien lo derrumba –quien nos saca al aire libre a jugar– es un libertador. Nos ofrece la luz y, en ocasiones, la fuga.
Hoy, 25 años después, estoy en Berlín. Del muro no hay sino pedazos. A la salida del S-Bahn en Potsdamer Platz hay un pedazo, una suerte de pared, en donde ingenuos turistas se hacen selfies. Sonríen frente a la fealdad. Los muchachos alemanes le pegan chicles a ese pedazo de pared descascarado. Lo grafitean. Lo desprecian.
Los más derechistas sólo celebran el derrumbe del Muro de Berlín y el desplome de la Unión Soviética para insistirles a los izquierdistas, vean, miren, ya el socialismo fracasó. No es una opción. Déjense de pendejadas. Acepten de una vez. No jodan. Pero el eurocentrismo los castiga.
Berlín, a pesar de su ejemplar diversidad y convivencia, no es el mundo. 25 años después sigue intacto el gobierno de los Castro en Cuba y las guerrillas colombianas, not to mention el perfil del actual gobierno de Venezuela o el de Argentina. La Guerra Fría sigue fría: la Rusia de Putin se hace fieros con Obama y amenaza desprenderse de su península más larga –quitarle el gas a Europa. Otro muro (ese capitalista), muchísimo más alto y extenso que el de Berlín, sigue en pie entre Estados Unidos y México.
Ya quisiéramos los países latinoamericanos lograr la unidad de Alemania, de ese niño malo, rebelde y orgulloso que nunca aceptó el orden y la repartición colonial del mundo. En la Primera y la Segunda Guerra Mundial se batió, básicamente, Alemania contra el mundo. Para 1915, a comienzos de la Primera, Eugenio d’Ors comprendió que todo se trataba de una guerra civil entre europeos, en el afán alemán de una reconstitución mística del Viejo Continente al estilo del Imperio de Carlomagno. Too late. Ya Inglaterra –esa isla– se había repartido el mundo y Estados Unidos se erigía en superpotencia. Por esas mismas fechas Ortega y Gasset escribía:
“[…] el origen de la beligerancia alemana no es soberbia ni ambición necia. Es una trágica necesidad de expansión. Su prepotencia es tardía para los efectos de ampliación colonial. En cambio, a esa tardanza debe su prepotencia. Alemania ha crecido sobre siglos de espléndida cultura. La situación de Alemania es trágica. Pero esto no quiere decir que tenga derecho a la expansión, porque ello equivaldría a recomenzar la historia, declarando cada cien años al planeta terra nullius. Como en toda verdadera tragedia, no hay en esta solución”.
Inglaterra y Francia, los aliados, la apalearon, la cascaron y la humillaron, ya sabemos, con el Tratado de Versalles. Pero Alemania volvió a patalear. Mordió la mano que la sujetaba. Quería la unificación de Europa y no confió en nadie. A quien se le acercó, le hizo mala cara. Con quien iba a ayudarle, se insolentó. Urdió los proyectos más absurdos. Para 1945, al final de la Segunda Guerra, llovieron sobre ella todas las bombas, y soviéticos y aliados se la repartieron. Jugar y perder, jugar y perder es su esencia, dijo Eugenio d’Ors. Se parece al «Relato de Sergio Stepansky» de León de Greiff –ese poeta antioqueño nieto de mineros germanos y escandinavos – que llegó a decir:
«Juego mi vida, cambio mi vida
De todos modos la llevo perdida
La juego contra uno o contra todos,
la juego contra el cero o contra el infinito,
a todo lo ancho y a todo lo hondo
en la periferia, en el medio,
y en el sub-fondo…»
Jugar es un atributo del fuerte, del fuerte en todos sentidos. No sé si los latinoamericanos seremos fuertes algún día. Latinoamérica no puede tener –quiera o no quiera– otra política internacional que la regida por Estados Unidos, como España no puede tener otra que la regida por Inglaterra. Desde que tienen el peñón de Gibraltar, desde la derrota de Napoleón, los ingleses tienen cogida a España por la nariz, como me llevaba a mí a la rectoría mi profesora de alemán Frau Weis, algún 9 de noviembre de 1989. Esto es sumamente triste, pero es así. Mientras no seamos fuertes no podemos jugar. Tal vez sea más noble –no lo sé– aceptar noblemente la fatal hegemonía. Sin olvidar ni un instante el supremo deber de hacernos libres.